Desahucio de una sociedad totalitaria
Una excelente traducción recupera 'La muerte y la primavera', novela maldita de Mercè Rodoreda, que desafía cualquier simplificación ideológica al tratar la Guerra Civil
Una de las negligencias que más caras estamos pagando en España es la de haber segmentado nuestras distintas literaturas, renunciando a la construcción de un patrimonio común que pudiera funcionar como tradición viva y simultánea de todas nuestras lenguas. La reflexión viene al caso por la nueva y extraordinaria traducción de La muerte y la primavera, de Mercè Rodoreda, una de las novelas más radicales que se escribieron en el pasado siglo y que, incomprensiblemente, apenas ha generado influencia y exégesis crítica en este país. Sólo otro escritor, como es el caso de Eduardo Jordà, podía aceptar el reto de traducir una obra tan compleja.
Publicada póstumamente en 1986 por Club Editor —la editorial fundada por el escritor Joan Sales, cuyo catálogo conforma prácticamente el canon de la mejor literatura catalana de posguerra—, la novela fue una obsesión de su autora durante toda su vida, hasta el punto de que su inconclusión —aunque la historia está acabada, Rodoreda dejó abundante material adicional que se incluye como apéndice en esta edición— no es tanto una falta como un síntoma artístico, comparable a la inconclusión de la obra de Kafka o Musil, ya que se trata de una literatura ligada a la respiración de una vida.
Escrita a principios de la década de 1960, La muerte y la primavera es fruto de los rigores del exilio que padeció su autora. En 1937 se había separado de su marido —un tío materno con quien su familia la había obligado a casarse y con quien había tenido un único hijo— y en 1939 pudo huir a Francia, a un pueblo cerca de París donde conoció a quien sería su pareja y su principal lector, el también escritor Armand Obiols. En junio de 1940, ante la inminente invasión alemana, Rodoreda y Obiols huyeron a pie hacia el sur, siendo testigos de la devastación de la guerra. En Limoges, Obiols fue detenido y acabó siendo funcionario en un campo de trabajos forzados al servicio de la Administración nazi, un episodio de supervivencia incómodo para los dos. Rodoreda sobrevivió como pudo en Burdeos, trabajando como costurera. Después de la guerra, la pareja se instaló en Ginebra, donde la escritora empezó La muerte y la primavera, casi al mismo tiempo que La plaza del Diamante (1962), su novela más popular.
Rodoreda fue la primera escritora española que habló de los campos nazis, en su cuento Noche y niebla, publicado en México en 1947. La muerte y la primavera es un parto de la misma oscuridad. La novela está construida con el esquematismo de un cuento infantil que de pronto se hubiera vuelto siniestro. En un pueblo sin nombre y en una época indeterminada, un adolescente habla de una extraña comunidad reunida en la ladera de la montaña de la Maraldina, siempre amenazada por los caramenos —unos seres que nadie ha visto y que viven al otro lado— y también por un río omnipresente, siempre a punto de arrasarlo todo. Hay un señor en lo alto de la montaña, un herrero, un preso enjaulado, un matadero donde se desuellan caballos, cuya grasa devoran todos los vecinos. Hay un grupo de gentes sin cara y guerras tribales. Hay un bosque en cuyos árboles —sellados con una cruz y que recuerdan a los Totenbäume de la Selva Negra evocados por Heidegger— se sepulta a los moribundos, cuya muerte se completa llenándoles el cuerpo de cemento. El deseo es algo enfermizo y maldito, incestuoso, como lo es la maternidad y la idea de linaje, cuya savia es la violencia y la brutalidad. Del cielo se ha eliminado toda posibilidad de trascendencia.
Rodoreda fue la primera escritora española que habló de los campos nazis, en su cuento Noche y niebla (1947)
Acostumbrados a la ingenuidad comercial con que se ha tratado la Guerra Civil en muchas novelas españolas de las últimas décadas, La muerte y la primavera sorprende, hoy incluso más que ayer, por desafiar cualquier simplificación ideológica, mostrando una idea terriblemente problemática del mal, describiendo sin ambages el desahucio de una sociedad totalitaria, gobernada por el miedo y de la que se ha extirpado todo pensamiento crítico y toda vida moral. Como en el caso de T. S. Eliot, de Faulkner o de Flannery O’Connor, el regreso de Rodoreda a la naturaleza no es en absoluto inocente, sino fruto de la alienación. El agua, los árboles, las flores, los pájaros y los insectos están infectados de muerte y ya no generan nada. La comunidad parece ancestral, pero los muertos se rellenan con un producto industrial como el cemento. Todo, incluso el lenguaje, está aquí dislocado. El estilo es el reverso intencionado de la lengua pastoril y suspende cualquier atisbo de identidad, hasta el punto de que el lenguaje ha perdido su vinculación con el mundo, al que ya no puede nombrar. Hay, en este sentido, una escena fundamental en la que el narrador, al amanecer, hace figurillas de barro y luego las deshace en el agua: “Quería tener muchas. Todo un pueblo de figurillas, todas la misma, con dos brazos… para poder hablarles con una voz que no era mi voz de lo baja y llena de suspiros que me salía. La ternura me hacía de agua y dentro del agua estaba todo lo que huía y no sé por qué y no sé qué eran aquellos amaneceres porque no hay palabras. No. No hay palabras… se tendrían que hacer”. Rodoreda da la vuelta al mito original del cuidado del “humus” —trasunto del alma— que da a luz al hombre, su lenguaje y su mundo, con una fábula terminal que sigue formulando una de las preguntas más turbadoras de la literatura europea del siglo XX.
La muerte y la primavera. Mercè Rodoreda. Traducción y posfacio de Eduardo Jordà. Club Editor, 2017. 350 páginas. 22,95 euros.
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