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Madrid en la Fil
Columna
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Tres interludios tapatíos

De Guadalajara me quedaron impresiones no siempre congruentes que procuraré poner a prueba durante los próximos días de la FIL

Manuel Rodríguez Rivero
El sacerdote Miguel Hidalgo, representado en un mural de José Orozco. 
El sacerdote Miguel Hidalgo, representado en un mural de José Orozco.  Richard T. Nowitz ((GETTY))

Uno

Podría empezar parafraseando —en el año del centenario del nacimiento de Rulfo— el íncipit de Pedro Páramo (1955), una de las cinco o seis mejores novelas escritas en español en la segunda mitad del siglo XX: vine a Guadalajara porque me dijeron que acá, etcétera. En todo caso, fue en el verano de 2010 y pensé que, después de un horroroso año repleto de pejigueras varias, me vendría bien cambiar un poco el mesetario aire de Madrid —que, como dice la paremia, “es tan sutil que mata a un hombre y no apaga un candil”—por otro un poco subtropical en el que las repentinas lluvias torrenciales del verano actuaran como metáfora de la renovación espiritual y física que precisaba. Vine también porque me dijeron que en aquel tiempo, cuando en México la nómina de asesinatos a causa del narcotráfico ya había superado la cota de los 25.000, Guadalajara era una de las capitales más seguras (el “oasis tapatío”) y menos expuestas a vengativas balaceras entre carteles rivales. Puse en duda la aseveración a los pocos días: el 29 de julio, mientras estaba muy cerca almorzando con unos amigos las inevitables tortas ahogadas, el Ejército mexicano irrumpió en la exclusiva urbanización Colinas de San Javier (el precio actual de las casas oscila entre 15 y 40 millones de pesos) y apioló (“una operación quirúrgica”) al supernarco Nacho Coronel, lugarteniente del Chapo Guzmán y uno de los hombres clave del cartel de Sinaloa. No fue un buen comienzo: de repente, y durante un par de semanas, los extranjeros de la zona donde yo vivía (profesores hispanos y alumnos estadounidenses que asistían a cursos de verano) no nos atrevíamos a salir si no era en grupo, y ni pensar en ir por la noche caminando al centro incluso por calles tan habitualmente seguras como López Cotilla o Pedro Moreno, de las que aún recuerdo en mis sueños estupefactos la fuerza casi telúrica con la que las raíces de los árboles surgían del subsuelo reventando el asfalto de las aceras.

Dos

El gentilicio para los habitantes de Guadalajara es el de tapatíos, a menudo usado, junto con “jalisciense”, para designar a los de todo Jalisco. Una leyenda hace derivar el nombre del náhuatl tapatiotl, una especie de pequeña funda con granos de cacao que se usaba como moneda de cambio. Sea o no cierto, la verdad es que, viniendo de Madrid —ciudad esencialmente conservadora (a pesar de Luces de Bohemia) y cuyo máximo rasgo identitario consiste en carecer de él en absoluto—, Guadalajara se me reveló el ejemplo más a mano de ese “país surrealista por excelencia” que para André Breton era México. Un país, como también asegura la franco-mexicana Elena Poniatowska, en el que la realidad siempre nos lleva a la ficción, a la imaginación, y que también cautivó intelectualmente al forzoso exilio español (pensemos en Moreno Villa, en Larrea, en Cernuda, en Rejano, en Ayala, en Aub, en Garfias, en Zambrano, en León Felipe, en Roces y en tantos, tantísimos otros) que, dejando atrás el país hecho trizas por el fascismo, encontró en él hospitalidad, asilo y trabajo. Aproveché aquel verano para recorrer la ciudad, saber algo más del país (lecturas preceptivas del turista improvisado: El laberinto de la soledad, de Paz, y el superventas del Colegio de México Historia mínima de México, nueva edición en Turner) y, sobre todo, completar la breve lista de autores tapatíos y jaliscienses que ya conocía: a Juan José Arreola, cuyo Bestiario había leído de adolescente (en frente de mi casa madrileña estuvo la primera sucursal del FCE tras la guerra); a Juan Rulfo o a Mariano Azuela (Los de abajo, de 1916, se me antojaba una novela social-revolucionaria formalmente más moderna que Central eléctrica, de López Pacheco, o que La mina, de López Salinas, ambas de finales de los cincuenta) se añadieron entonces algunos libros de Agustín Yáñez, del “ondero” José Agustín —un moderno “contracultural” de los sesenta— o de Vicente Leñero, cuya novela Los albañiles había obtenido el Premio Biblioteca Breve de 1963, el segundo que recayó en un autor hispanoamericano (el primero, el año anterior, se lo llevó Vargas Llosa con La ciudad y los perros). A todos ellos añadí aquel verano un importante “descubrimiento” de otro autor tapatío: Álvaro Enrigue, de quien pude leer Muerte de un instalador (Joaquín Mortiz, 1996) y Vidas perpendiculares (Anagrama, 2008).

Tres

Tal como recordaba Octavio Paz, las relecturas, como los lugares a los que se vuelve, cambian con el tiempo y con nuestra diferente mirada. De Guadalajara me quedaron impresiones no siempre congruentes que procuraré poner a prueba durante los próximos días de la FIL: en mi imaginación retengo la hermosura de sus iglesias atestadas, la monumentalidad barroca de sus edificios civiles, los tentadores mercados, la apacible hospitalidad de la Biblioteca Octavio Paz, su desparramamiento urbanístico, la ferocidad de su lucha revolucionaria (que ejemplifica el impresionante retrato del incendiario cura Hidalgo que puede admirarse en uno de los frescos del Palacio del Gobierno, o en esa hermosísima suite mural del Hospicio Cabañas, dos muestras del modo de entender la pintura popular del gran expresionista José Clemente Orozco), y el voluntarismo utópico y soñador del nombre de un periódico insurgente de 1810: El Despertador Americano. De Guadalajara, por último, me queda el persistente recuerdo de dos melancólicos versículos provenientes del Salmo 126 que dialogan —con pétrea resonancia teológica— desde dos de sus monumentos más emblemáticos: en la fachada de la imponente catedral puede leerse el primero: “Si el Señor no edifica la casa, en vano se fatigan los que la construyen”, y en el Palacio del Gobierno, el segundo: “Si el Señor no guarda la ciudad, inútilmente se desvela quien la custodia”. Cerca de su 500º cumpleaños, Guadalajara parece existir para confirmarlos.

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