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libros

La nata fresca de los clásicos

Elegiaca y celebratoria, la novela de Vicente Molina Foix narra con intensidad y veracidad la iniciación cultural y sexual de su autor

Jordi Gracia
Los Marcianos al completo, en una calle de Madrid en 1966. De izquierda a derecha, Augusto M. Torres, Marcelino Villegas, José María Palá, Juan Antonio Molina Foix, Ricardo Buceta y Vicente, el autor.
Los Marcianos al completo, en una calle de Madrid en 1966. De izquierda a derecha, Augusto M. Torres, Marcelino Villegas, José María Palá, Juan Antonio Molina Foix, Ricardo Buceta y Vicente, el autor.

Hace más de 20 años, Vicente Molina Foix publicó en este periódico la primera piedra de su última novela. Había leído con atención y frustración la edición de Arde el mar, de Pere Gimferrer, que publicó Cátedra en 1995. El editor, que fui yo, ignoraba de la misa, valga la impropiedad, la mitad. Tenía toda la razón Molina Foix cuando explicaba en La nata de los clásicos que “dos poemas-clave del libro, ‘Cuchillos en abril’ y ‘Julio de 1965’, originados en ciertos hechos y personas concretas de la intimidad del poeta”, carecían de explicación convincente en notas y prólogo, como si la vergüenza, el pudor o el miedo hubiesen secreteado el anclaje de los poemas a la realidad vivida. Quizá habría que esperar “el día, que deseo lejano, en que el autor [Gimferrer] alcance la verdadera inmortalidad” y “el crítico de entonces pueda batir la nata de la antigua pasión sin temor a cortarla”.

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Hoy es ese día, y la pasión la ha puesto Vicente Molina Foix en un libro intenso y veraz sobre su iniciación sentimental, cultural y sexual. Aquellos poemas eran la llama escrita y el fulgor iluminado del encuentro entre un Ramon Terenci Moix de 23 años y el joven de 18 que llegaba desde Alicante a Barcelona, a casa de Ramon en la calle de Joaquín Costa, para ser instantáneamente seducido por la sexualidad arrebatada de Terenci. Nada está contado con la nata cortada, sino emulsionada y fresca, encendida como encendidas estuvieron las pantallas infinitas de cine que unos y otros frecuentaron entonces, como obstinadas fueron sus lecturas y sus conversaciones inquisitivas, cultérrimas, obsesivas. Llega a la novela el aroma puro de la ironía romántica que entonces empapaba los poemas de Gimferrer, las prosas de Ana María Moix, la tensión sexual y agobiante de Terenci en su salto a la literatura en catalán, la altísima orfebrería lírica de Guillermo Carnero, la pertinaz asfixia en su propio agujero de Lepoldo María Panero, que es casi el epílogo sombrío de un libro elegiaco de amor por un tiempo.

Cuando regresa al runrún de la rumorología la candidatura perpetua al Nobel de Pere Gimferrer; cuando ya la vida se ha llevado por delante a dos de los protagonistas, Leopoldo María Panero y Ana María Moix, y a varios de los secundarios (Castellet, Juan García Hortelano, Gil de Biedma, Esther Tusquets, entre muchos otros cameos valiosos), el que fue “joven sin alma” cuenta a dos voces, mirándose al espejo, su tránsito a la juventud entre nuevos amigos y amantes (y que la impaciencia ante las primeras páginas no haga claudicar a nadie). Comparecen por sus nombres de pila y sin el apellido porque fueron el núcleo de una red de amor y amistad, sexo, cine y literatura, activada desde 1964 y agotada, disuelta, desmadejada hacia 1970, sin que Vicente Molina Foix mencione nunca el título fetiche de aquel nuevo tiempo de vida y literatura, Nueve novísimos poetas españoles.

Hace bien porque es irrelevante para el cuento que manda en este libro y porque la inmersión en ese pasado la hace el lector en directo, en la lectura de las cartas, los textos, los poemas y hasta en el cifrado de versos, sobre todo de Gimferrer, repartidos por la prosa de Molina Foix, engastados con la naturalidad de quien ha vivido siempre no solo con ellos en la memoria, sino literalmente dentro de ellos. “Todos nos dábamos celos, y nos hacíamos sombra, y nos queríamos con el amor que nace de la rivalidad” de escritores en ciernes con un capitán incuestionable y hasta despótico, Gimferrer, a la vez que se enamoraban tristemente unos de otros, o de Ana María Moix tanto Gimferrer como Carnero como Leopoldo, sin que ella supiese escapar a su ciclotimia emocional, a su inexperiencia sexual, a su tristeza injertada de espasmos de humor e imaginación surrealista, como la del mismo Molina Foix. El final del libro entrega las páginas más conmovedoras de toda la literatura de Ana María Moix, halladas sin querer en el traslado domiciliar del autor, que parece estar en el origen del libro.

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Los jóvenes sin alma son crueles por ignorancia y participan en tríos sexuales o pactan relaciones retribuidas en especias, pero ignoran las leyes emocionales y el acecho salvaje del desamparo y el desengaño, mientras escriben artículos sobre cine en Film Ideal o después en Nuestro Cine, mientras viajan como enviados especiales al Festival de Venecia con 18 años, mientras hacen y reciben infinitas llamadas de teléfono adictivas y neurotizantes, o mientras escriben, escriben, escriben perseguidos por el deseo y por la pura ansia de vivir contra los grises del franquismo, cómplices a su manera de una resistencia antifranquista que no basta, sacudidos por un tiempo que está espléndidamente atrapado en una novela celebratoria, exaltante y tristísima.

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Autor: Vicente Molina Foix.


Editorial: Anagrama (2017).


Formato: tapa blanda (368 páginas).


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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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