Una frontera de papel para volar con la mente
La Biblioteca Haskell une Canadá y EE UU desde 1905 y representa en 2017 una réplica al oscurantismo de Trump
La solución de construir un muro no de piedra ni de alambradas sino de libros parece una utopía, un ejercicio de ingenuidad, pero realmente existe entre EE UU y Canadá. Al menos mientras no se percate Donald Trump de semejante excepción o proceda a neutralizarla. Y no porque tema una desbocada invasión septentrional, sino porque el patrón de la Casa Blanca teme la ilustración misma.
La luz es enemiga del oscurantismo. Y hay mucha luz y muchos libros en la frontera que separa —o que une— la localidad estadounidense de Derby-Line (Vermont) y la canadiense de Stanstead (Quebec).
El cordón umbilical se ubica en la biblioteca Haskell. Y se perfila con una línea negra sobre el suelo de parqué, a semejanza de la semiótica de una cancha de baloncesto. Delimita un país y el otro, pero se transita entre ambos con la desatención geográfica de cualquier biblioteca convencional.
Ya dice la señora Nancy Rumery, veterana encargada del “puesto fronterizo”, que la mejor manera de saltar un muro consiste en volar con la mente. Y que los libros proporcionan el mejor salvoconducto, aunque la biblioteca Haskell exige la presentación de un documento. Que no es el pasaporte ni el permiso de conducir, solo el carné de socio. Ya lo tienen unas 5.000 personas. No desde ahora, sino desde 1901, cuando las soberanías de EE UU y de Reino Unido arbitraron, toleraron, un espacio de libre circulación en la anomalía geoestratégica de Stanstead. Fue allí donde la ilustre e ilustrada familia Haskell inauguró un coqueto teatro de ópera de aire bostoniano (1904) y levantó la biblioteca un año después con idéntica idiosincrasia arquitectónica y similares materiales —ladrillo, piedra, madera—, habilitando ya entonces el principio sagrado de la permisividad fronteriza. Pasen y lean.
Puede que Trump se proponga desplegar en el teatro y la biblioteca un comando aduanero. Y no es difícil alinearlo, pues tanto el espacio de lectura —hay 20.000 volúmenes— como el teatro de ópera —400 asientos— remarca claramente donde termina EE UU y donde empieza Canadá. Se antoja una maravillosa provocación a la xenofobia de Trump. Y un contraste luminoso a la sordidez del muro que el magnate ha prometido construir entre EE UU y México.
La megalomanía del proyecto tanto se expone a la categoría de las obras irrealizables como queda subordinada al mensaje protector y discriminatorio que implica dividir la sociedad no ya entre americanos y extranjeros, sino entre buenos y malos, de forma que el estadounidense genuino debe recelar del inmigrante, acaso confortado por la seguridad que le proporciona la placa del sheriff Trump en la gimnasia cotidiana del complejo de superioridad.
El presidente inocula un veneno en la sociedad, la xenofobia, para luego proponerse como medida terapéutica. Así es que el muro no es hacia fuera, es hacia dentro. Y supone un ejercicio de aislacionismo mental y hasta emocional cuyos límites no contradicen otras ambiciones prosaicas. Empezando por la económica, toda vez que la política de Trump convierte la abstracción “mexicano-delincuente” en el pretexto para corregir el desequilibrio de la balanza comercial con el vecino y trasladar a los mercados el mensaje dogmático del proteccionismo.
¿Muro mental en Berlín?
El muro de Berlín empezó a demolerse en 1991. Pero quizá sigue en las mentes de miles de berlineses que vivieron la separación.
Los últimos restos del Muro se venden en las tiendas de turistas o representan espacios de memoria. No es necesaria refrescársela a los que padecieron la ruptura, entre otras razones porque todavía persiste el síndrome de Berlín. Que es como la metáfora del dolor que provoca el miembro amputado. Y que se diagnostica a los berlineses que conservan los hábitos de antaño. Como la asistencia a la ópera. A la Deutsche Oper siguen yendo los de la parte occidental; a la Staatsoper, los germanorientales.
El muro es la alegoría del aislamiento, más allá de la intoxicación social que implica la demonización de los inmigrantes ilegales como embrión de la delincuencia, y el oprobio de los mexicanos en cuanto amenaza a la seguridad y el trabajo. No iba a molestarse Trump en matizar entre sus compatriotas que son más los mexicanos que se marchan de EE UU de cuantos ingresan. Ni iba a detallar que 700.000 de los “invasores” son jóvenes de México y de Centroamérica a quienes Obama dispensó una moratoria en sus trámites de regularización.
Trump no ha puesto la primera piedra del muro. Corresponde el honor a Bill Clinton en 1994, como concierne a George Bush hijo uno de sus mayores impulsos de ingeniería (2006). Existe, pues, un millar de kilómetros de alambrada que Trump quiere prolongar como si fuera posible resolver los problemas orográficos y las fronteras naturales: el desierto, el río Grande, incluso el derecho de la propiedad privada que prevalece entre los terratenientes de Texas. No es concebible alambrar sus tierras. Ni parece viable que el Estado americano disponga de suficientes recursos para ubicar agentes y controles en una distancia equivalente a la que separa España de Bielorrusia. El muro es faraónico e inconcebible en su dimensión material, pero viable y catastrófico en sus connotaciones psicológicas y en el desquiciamiento de una sociedad aprensiva. Trump incide en la política de las emociones y de las simplificaciones. Persevera en la construcción de enemigos y en la facultad para erradicarlos. No ha inaugurado un muro imposible. Ha inaugurado la era del oscurantismo con su firma de alambre de espino.
Y se postula ahora como epígono de Shih Huang Ti (259 a 210 antes de Cristo). Así se llamaba el emperador chino que emprendió la construcción de la gran muralla, la precursora de la “actual”. Y no se limitó a erigir un bastión defensivo y discriminatorio. Ordenó al mismo tiempo prender fuego a todos los libros que se hubieran escrito hasta entonces, como si el comienzo de una nueva era —pongamos la era Trump— exigiera al mismo tiempo la abolición del conocimiento, de la memoria y de la historia.
“Acaso Shih Huang Ti”, escribía Borges, “amuralló el imperio porque sabía que éste era deleznable y destruyó los libros por entender que eran libros sagrados, o sea libros que enseñan lo que enseña el universo entero o la conciencia de cada hombre. Acaso el incendio de las bibliotecas y la edificación de la muralla son operaciones que de un modo secreto se anulan”.
Es la dialéctica feroz entre el muro de México y la biblioteca Haskell. Donald Trump quiere convertirse en la reencarnación de Shih Huang Ti, pero a la señora Rumory parece tranquilizarla —mucho— la solidez que oponen los libros y la robustez de una frontera de papel, horadada en tinta e inmune a las supersticiones.
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