Sonido francés y flema británica
Charles Dutoit reivindica su herencia musical al frente de la Royal Philharmonic en el 66º Festival Internacional de Santander
Al final ha sido Charles Dutoit, y no Ataúlfo Argenta, el auténtico heredero musical de Ernest Ansermet. La prematura muerte del director cántabro, en 1958, impidió a Decca contar con él para renovar su catálogo de música francesa, rusa y española. Dutoit (Lausana, 1936) convenció a los técnicos ingleses para viajar a Canadá donde grabó más de un centenar de discos desde finales de los setenta al frente de la Sinfónica de Montreal. “Conocí a Ansermet durante mis años de estudio en Ginebra y asistí a todos sus ensayos”, recuerda Dutoit en perfecto castellano mientras recibe a EL PAÍS en su camerino del Palacio de Festivales de Santander. “Le vi trabajar con la Suisse Romande obras de Debussy, Ravel, Falla o Stravinski, a quienes había conocido personalmente. Incluso estudié El sombrero de tres picos con la misma partitura que utilizó en el estreno, y que incluía las correcciones del propio Falla”, reconoce. Su primer gran éxito le llegó en 1964, en Berna, con La consagración de la primavera, de Stravinski. “Karajan se quedó muy impresionado conmigo y me invitó a dirigir en la Staatsoper de Viena. Hicimos allí el estreno de El sombrero de tres picos, de Falla, con la coreografía original, de Massine, pero también con la escenografía y el vestuario de Picasso”, relata.
Por entonces dividía su tiempo entre Berna y Zúrich, aunque pronto comenzó a sumar puestos en orquestas de los cinco continentes. Hoy es un auténtico trotamundos que ha sido titular, entre otras, de la Nacional de Francia, la NHK de Tokio y la Orquesta de Filadelfia. Mantiene vínculos con festivales y orquestas juveniles de medio mundo, como la de Verbier, en Suiza, con la que acaba de terminar una relación de varios años. Pero su affaire más intenso lo tuvo con la referida Sinfónica de Montreal, que convirtió en una de las diez mejores del mundo. Y su colaboración más prolongada en el tiempo ha sido con la Royal Philharmonic Orchestra (RPO), que dirigió por vez primera en 1966 y desde 2009 es su director principal. Precisamente regresaba con ella al Festival Internacional de Santander once años después.
Dutoit fue cocinero antes que fraile. Pasó años tocando el violín y la viola en varias orquestas, antes de esgrimir la batuta de director. “Aprendí mucho tocando en mi juventud, por ejemplo, bajo la dirección de Karajan en Lucerna; su concepción del sonido era diferente a Ansermet, pero desarrollé con él ciertos matices”, aclara. El maestro suizo habla continuamente de sonido y, más concretamente, de una concepción francesa del mismo. “Creo que existe el llamado sonido orquestal francés, pero con colores clásicos. Y no sólo en relación con Ravel o Debussy, sino especialmente con Berlioz que hoy se toca como si fuera Wagner”, opina. Esa combinación sonora de belleza, claridad y articulación, que propugnaron en el pasado directores como Monteux, Munch, Cluytens o Ansermet, tiene quizá en Dutoit a su último representante vivo. Lo demostró en el luminoso y virtuosístico arranque de la obertura de El corsario, de Berlioz. Esos juegos entre el viento y el mar de Niza, que inspiraron la obra, fueron un modelo de claridad y plasticidad en la cuerda, bien mezclada con las maderas, aunque se resintiera algo en los metales.
Tampoco tiene problemas Dutoit en reconocer que la labor de Harnoncourt y Gardiner ha contribuido a que la música de principios del siglo XIX suene ahora más clásica y menos romántica. Pero arremete contra el fundamentalismo que ha alejado a Bach, Handel o Haydn de las orquestas sinfónicas. “Ya casi no podemos tocar Haydn, y no digamos Bach o Handel, pues cuando lo hacemos nos dicen que ya no se toca así”, denuncia. Para él es como renunciar a sus orígenes, cuando comenzó su carrera como director al frente de la Orquesta de Cámara de Lausana en 1959: “Mi escuela no es Debussy y Ravel, sino Haydn, Mozart y otros compositores anteriores”, afirma. En realidad fue siempre una combinación de lo clásico y lo francés, pues en ese referido debut dirigió el Concierto para piano en Sol, de Ravel, a una jovencísima Martha Argerich. Se casaron en 1969 y se separaron cinco después, aunque siguen tocando juntos. “Martha y yo tenemos una buena relación personal y musical. Es un placer trabajar con ella, pues es una gran artista”, reconoce Dutoit que volverán a compartir Ravel el próximo 12 de septiembre en Bucarest junto a la RPO. Precisamente, en Santander actuaron juntos, en 2007, como clausura del festival santanderino tocando Beethoven. Y el compositor de Bonn centró la segunda parte de su concierto.
“Beethoven es un compositor asociado al misterio. Sus obras necesitan mucho tiempo, pues cuesta mucho entrar en el personaje. La música de Haydn, Mozart o Schubert me parece más humana”, confiesa. Su versión de la Quinta sinfonía fue el resultado de una fórmula muy personal, y para nada demodé, donde la tradición alemana y la francesa se dan la mano sin acudir a ningún historicismo. Lo primero actúa en los movimientos extremos y lo segundo en los centrales, donde consiguió un balance ideal entre cuerda y viento sin duplicaciones innecesarias. Lo mejor fue, sin duda, el scherzo, tan solemne como fluido y bien articulado con un trío excepcional. Pero quizá la obra más interesante fue Variaciones Enigma, de Elgar en la primera parte. Aquí el sonido francés, de Dutoit, combinó idealmente con la flexibilidad y la flema británicas, de la RPO. El director suizo exhibe una comprensión ideal del sonido de esta música, tal como hizo con Los planetas, de Holst, en uno de sus discos más inolvidables que grabó en Montreal para Decca. En las Enigma no se trata de abundar en los escalofríos temporales que produce alguna variación, sino de construir un arco coherente con esa obra extraordinariamente ingeniosa que ascendió hacia “Nimrod”(muy presente ahora en los cines gracias a la película Dunkerque, de Nolan), y que descendió lentamente hasta el autorretrato final del compositor. Por el camino escuchamos alguno de los momentos más inspirados de la velada, como ese delicioso intermezzo mozartiano (Dorabella) donde Elgar representa con el viento madera el leve tartamudeo de su amiga Dora Penny. Dutoit se despidió del público cántabro con una festiva Danza húngara nº 1, de Brahms, como propina.
Pero hubo más flema británica, ayer 15 de agosto, en esta 66ª edición del Festival Internacional de Santander. Dentro de la programación de ensembles y recitales del FIS actuó la Academy of Saint Martin in the Fields. Vino reducida a un octeto camerístico para tocar la obra de Schubert, un arreglo de Brahms y la primera de las Sonatas a 4, de Rossini. Fue una actuación bien trabada, aunque sin grandes ambiciones musicales. Sirvió especialmente para el lucimiento del excelente concertino del conjunto, el violinista Tomo Keller. Pero también para constatar, en el arreglo de Glanert (1996) de las Variaciones sobre un tema de Schumann op. 9, de Brahms, la dificultad que encierra meter el pianismo del hamburgués en los zapatos de un octeto camerístico para cuerda y viento. El objeto del concierto era el Octeto, de Schubert, que fue lo mejor de la noche, aunque en una versión ascendente que terminó mejor que empezó. Musicalmente el minuto de oro llegó en la repetición del minueto; el único momento donde los ocho músicos parecieron encontrar la intimidad y el espíritu de una schubertiada.
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