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Críticas de cine
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Épica del trasplante

Al proponer un relato en continuidad, la película, en mayor medida que la novela, no sortea el sentimentalismo

La escritora Maylis de Kerangal confesaba haberse inspirado en el lenguaje de los cantares de gesta a la hora de fijar el registro formal de su novela Reparar a los vivos (Anagrama), epopeya de un corazón que viaja del cuerpo accidentado de un surfista al de una profesional de la música cuya salud le exigió abandonar la práctica artística. Con frases meándricas y un preciso control de la puntuación marcando el ritmo, el estilo de la autora elevaba a una dimensión poética esta historia donde los competentes profesionales del trasplante de órganos lograban conectar lo muerto y lo vivo trasladando en sus neveras portátiles un perecedero Santo Grial.

REPARAR A LOS VIVOS

Dirección: Katell Quillévéré.

Intérpretes: Tahar Rahim, Anne Dorval, Emmanuelle Seigner, Bouli Lanners.

Género: drama.

Francia, 2016

Duración: 103 minutos.

Adaptar una novela donde la textura estilística resulta clave para sortear la distancia entre la anécdota y la categoría plantea un interesante problema formal. La cineasta Katell Quillévéré ha querido resolverlo apostando por un lenguaje fluido y sensorial, sustentando en virtuosos movimientos de cámara y en un montaje que armoniza las acciones de los personajes según una lógica al mismo tiempo musical y narrativa. La película, sin duda, debe buena parte de su efecto a la labor de Alexandre Desplat.

En Reparar a los vivos, tanto novela como película, el lenguaje de la ficción lleva la contraria a los protocolos de actuación en un trasplante de órganos, fundamentados en la anonimia del donante y la protección de los datos del receptor frente al entorno afectivo de aquel. Al proponer un relato en continuidad, la película, en mayor medida que la novela, no sortea el sentimentalismo y convierte al espectador en intruso omnisciente e impúdico de una narrativa cuyos implicados sólo podrían conocer de manera parcial. Escenas como la del fantaseo romántico en el ascensor o la de los cascos musicales antes de la intervención no pueden evitar hundirse en una indeseable cursilería.

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