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en portada

Intelectual intempestivo

Ortega y Gasset fue pionero y prematuro, precozmente imbuido por un optimismo vitalista de genética nietzscheana e incombustible durante algunos años

Jordi Gracia
De izquierda a derecha, Antonio Machado, Gregorio Marañón, José Ortega y Gasset y Ramón Pérez de Ayala en Segovia el 14 de febrero de 1931.
De izquierda a derecha, Antonio Machado, Gregorio Marañón, José Ortega y Gasset y Ramón Pérez de Ayala en Segovia el 14 de febrero de 1931.

No diré que sería hoy un tuitero compulsivo, pero la proliferación de aforismos con chispa e intención podrían tenerlo como aficionado decoroso al medio guerrillero. La violencia de la palabra del Ortega socialista, del fundador de la Liga de Educación Política y el semanario España, del redactor incendiario de Nueva y vieja política en 1914 llegaba dictada por un afán redentor y colectivista, esperanzado en las fuerzas secretas de refundación radical de un país entero. No se equivocó, desde luego, porque esas fuerzas estaban y tenían nombre y apellido (iban desde los hermanos Machado o Juan Ramón Jiménez hasta Gómez de la Serna), pero fue, como en casi todo, pionero y prematuro, precozmente imbuido por un optimismo vitalista de genética nietzscheana e incombustible durante algunos años. Mandar, mandó petulantemente desde el principio, para abierta sublevación de su propia familia, que directamente lo echa de El Imparcial porque desde ahí ha lanzado la caballería entera de su ira y su impulso subversivo contra el diario.

Por eso accede en seguida a liderar ideológicamente uno nuevo. Por entonces se creía, con razón, que un medio periodístico, al estilo de lo que haría EL PAÍS en 1976, podía determinar la realidad moral y cultural de una nación u orientarla hacia la reforma radical de las instituciones del Estado, desde el Parlamento hasta la Universidad, pasando por las artes y la literatura. Por eso se encerró Ortega a escribir durante tres años en la pajarera de un periódico nuevo, El Sol, desde 1917: estaba convencido de que pilotando esa nave pilotaba la transformación de España.

Volvía a tener razón, pero volvía a ser prematuro. El fracaso de esa experiencia le dejó la primera huella grave de su mal más íntimo: el rencor contra quienes ni entendían ni parecían querer entender por dónde debían ir los derroteros de la modernidad europeísta. De ahí nace uno de sus libros más perniciosos incluso en el título, España invertebrada, montado sobre prejuicios y, sobre todo, sobre pasiones políticas muy recientes. Ortega se retiró entonces de la vida política para regresar a la abandonada capitanía filosófica del país. Desde 1921-1922 inundó la alta cultura española con series de artículos convertidas en libros y proyectos de larga incidencia en las letras y la cultura global. La Revista de Occidente desde 1923 iba a ser una auténtica difusora actualizadísima de los aires intelectuales de la modernidad crítica, a la vez que desde entonces Ortega vibraba sobre todo como ensayista compulsivo, hostigado por un alemán desconocido, Heidegger: habría de amargarle desde 1927 los frutos dulces de su filosofía de la razón vital.

Pero ese afán de competitividad de un competitivo temible no estropeó su función de pensador imprevisible, agudo y agitador (como el Fernando Savater de la Transición). En esa década de los veinte cría buena parte de los libros que siguen siendo lo mejor que puede dar un pensador: formas sociales e históricas de una filosofía moral antes que prescripción de conductas. O al menos así vale la pena leer desde las Meditaciones del Quijote hasta los tomitos caprichosos, autobiográficos y perdurables de El espectador, incluida una vivísima La rebelión de las masas, ya en 1930, a las puertas de la euforia y el inmediato desengaño con la Segunda República. Iba en el libro el más contundente dicterio contra la destrucción de las democracias liberales a manos de los totalitarismos rampantes desde Italia, Alemania y la Unión Soviética.

A la guerra llega tan escarmentado que se suma callado al bando sublevado y vencedor, y después pierde la guerra durante 15 años más hasta su muerte en 1955. Gana, sin embargo, y de forma rotunda, como impulsor de una desafiante independencia de pensamiento hecha de jugosidad imprevisible, plasticidad estilística y una vaga e ingrata propensión a la impostación divina: insustituible.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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