Filosofía Neil Young
El músico defiende que si quieres creer en ti, necesitas fracasar
Hace casi un año del concierto de Neil Young en el Mad Cool de Madrid, pero todavía hay días que, como un relámpago, me invade la sensación original de aquella tarde, camino de la noche, con la luna llena en el cielo. Young señalándola con el dedo, como un indio en el desierto, después de atacar Heart of Gold. Fue la sensación de fuego humano, de eso que debe ser el espíritu, el alma según los creyentes, en conexión con la vida, este acontecimiento misterioso por el que pasamos sin saber casi nunca con qué sentido.
El deja vú me lleva al sentimiento primario que me atrapó durante el concierto cuando veía en primera fila a este septuagenario con la mirada desafiante y la sonrisa descolocada desplegando todas sus facultades musicales. Era como ver a un hombre imponiéndose a las fuerzas de la naturaleza. Con su cojera y sus pintas de granjero desahuciado, Young, acompañado de los chavales de Promise of Real, se elevaba sobre el escenario y sobre su propia leyenda para zurrarse con los elementos. Su rock’n’roll, que giró del halo acústico a la tormenta eléctrica, era de una extraordinaria expresión física, pero contenía una fuerza mística inconmensurable. Te apegaba a la tierra, aún el mundo se estuviese derrumbando en ese momento.
A veces, el mundo se derrumba, como la vida se agrieta. A veces, todo carece de sentido, empezando por nosotros mismos. No es fácil asimilarlo. Como ese fogonazo emocional que me lleva a su concierto, acudo a las canciones de Neil Young cuando los abismos se han abierto. Siento que su música me mantiene en guardia. Hay algo libre y espontáneo en ella, en ese estilo tan característico como improvisado y sin editar, que subraya una fuerte personalidad. Rickie Lee Jones lo llamaba “integridad incuestionable dentro de canciones que nunca fueron acabadas”. Es como si Young jamás buscase la perfección, ni siquiera tratase de acercarse a ella. El músico canadiense parece que busca la esencia, esa llama que esconde toda emoción, por triste, alegre o rabiosa que sea.
Su música es íntegra, aunque pueda ser desatinada o un fracaso. En la última década ha publicado discos que podrían haber llevado una mejor producción, incluso tal vez podrían haberse enfocado de otra forma menos obsesiva con las formas, pero entonces no hubiesen sido de Neil Young. Como escribe el periodista Jimmy McDonough en la imprescindible biografía Shakey, en su música “importa tanto lo que queda fuera del lienzo como la pintura que salpica su interior”. En ese monumental libro, una impresionante radiografía nada condescendiente de un músico fascinante con luces y sombras, se afirma que Young se deja llevar por su música. “Si Neil siente que no está siendo fiel a sí mismo, no puede seguir”, señala McDonough. Esa pureza y ese desafío se muestran en su música, que guarda siempre una especie de entrega física y espiritual, como una lucha interna por mantener una chispa viva.
Es la filosofía Neil Young, cuyo verso más célebre reza: “Es mejor quemarse que apagarse lentamente”. Tal vez hay algo de absurdo en ello, pero tal vez no. Seguramente esta forma de concebir la música, como la existencia, sea una locura para todos aquellos que tienen miedo al fracaso. El otro día leía un artículo en Cultura Inquieta que recordaba unas declaraciones de Young sobre la necesidad de fracasar. “La otra cosa que tenéis que estar dispuestos a hacer, realmente capaces de abrazar y aceptar y realmente acoger en vuestras vidas con los brazos abiertos y una visión muy, muy amplia, es el fracaso. Aseguraos de darle siempre la bienvenida al fracaso. Decid siempre: Fracaso, encantado de tenerte, ven. Porque así no tendréis ningún temor. Y si no tenéis miedo y creéis en vosotros mismos y os escucháis a vosotros mismos, sois los números uno. Todo lo demás está detrás de vosotros, vuestro nombre está por encima. Es vuestra vida, vuestra película. A la mierda con todo lo demás”.
Decir a la mierda a todo lo demás no está al alcance de todos. Atreverse a fracasar tampoco. Young lo ha hecho. Es algo que ilustra muy bien el libro de Shakey. Se fue cuando nadie se hubiese ido de Buffalo Springfield o Crosby, Stills & Nash porque prefería explorarse a sí mismo. Nunca vivió en una zona de confort y renunció al éxito apabullante por grabar discos etílicos o chapuceros condenados al fracaso comercial más absoluto. Hablamos de un tipo que grabó dos discos bastante infumables como Re-ac-tor y Trans porque buscaba explorar con su música la forma de comunicarse con su hijo Ben, que había nacido con parálisis cerebral y no podía hablar. Esos trabajos, que le costaron su salida de Geffen Records tras ser fichado como una estrella, se concibieron durante los ejercicios de terapia que hacía con su hijo. Emmylou Harris dijo una vez que solo por eso Neil Young era el artista más admirable que había conocido. Yo también lo creo.
Admiro la filosofía Neil Young. Una filosofía que jamás formará parte del lenguaje de los calculadores. Mucho menos de los tibios. Decía el músico en una entrevista en 1988: “Tienes que estar dispuesto a darlo todo y estar seguro que realmente tienes mucho que ofrecer, porque si sales ahí fuera sin estar preparado para darlo todo –y no tienes la fuerza necesaria para entregarte al máximo de tus posibilidades-, si no estás dispuesto a aguantar la vela hasta el final, cuando está a punto de derretirse y desaparecer, entonces no eres nada. Ni siquiera deberías estar ahí. Lo único que haces es perder el tiempo…”.
A veces, todavía el relámpago de ese concierto del Mad Cool me atraviesa sin avisar. Neil Young dándolo todo sobre el escenario, ofreciendo todo su ser imperfecto, obsesivo, ingobernable, instintivo, como si pretendiese comunicarse con la madre naturaleza, con la tierra que pisan nuestros pies, como dejando una huella en el tiempo. A veces, el mundo se derrumba pero sé, a estas alturas de mi deficitaria vida, que la filosofía Neil Young existe. Creo en ella, como creo en sus canciones, en el misterio que contienen y nos define.
Fracaso, encantado de tenerte, ven.
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