Descubrimiento de un pianista
Lo que hace Júlio Resende con el fado, tocando a solas el piano, me recuerda a lo que hace Keith Jarrett con los ‘standards’ del jazz
Descubrir de golpe a un músico y concentrarse en escucharlo es una felicidad tan grande como la de descubrir a un escritor e ir buscando por ahí todo lo que haya escrito. En la alegría de la novedad hay siempre una parte de reconocimiento. Lo que esa voz nueva me dice tiene el poderío de su frescura y tiene también la familiaridad de las afinidades profundas que ha despertado. Hay trastorno y hay también confirmación. Lo nuevo e inusitado que más me gusta inevitablemente tiene ya mucho que ver conmigo, aunque yo no lo supiera. La sorpresa desata la búsqueda. He encontrado el libro o el disco más reciente, pero quiero abarcar de inmediato la extensión de una biografía, remontarme al origen, ver de dónde viene y de qué se alimentó esa obra, cómo se fue haciendo esa visión del mundo que está siempre implícita en un itinerario creativo.
En otro tiempo esas búsquedas eran más lentas y más accidentadas, y solían estar marcadas por espacios en blanco, por zonas irremediables de desconocimiento. Me acuerdo de la dificultad de ir consiguiendo uno por uno los libros de Juan Carlos Onetti, cuando yo lo descubrí, en Granada, a mediados de los años setenta; o la de poder ver las películas de Hitchcock en esa edad oscura de la cinefilia que duró hasta la llegada del vídeo y luego del DVD. En la música uno remediaba su codicia rebuscando por las tiendas de elepés de segunda mano o pidiendo discos a los amigos melómanos y copiándolos en una cinta magnetofónica. Así conseguí yo uno de mis discos favoritos de Thelonious Monk, Alone in San Francisco, que no había manera de encontrar en ninguna parte. Era usual para un aficionado leer mucho sobre películas o grabaciones musicales que no se tenía la menor esperanza de conocer de verdad. El cine según Hitchcock, de François Truffaut, es uno de los libros que yo leía más veces y con más devoción, pero la mayor parte de las películas que se estudiaban tan detalladamente en él estaban fuera de la circulación desde hacía mucho tiempo, y hasta las más conocidas yo las había visto, si acaso, una sola vez, en la televisión o en un cine de reestreno.
La escasez tenía la ventaja indirecta de la intensidad. El disco predilecto que caía en mis manos lo escuchaba una y otra vez hasta saberme cada nota de memoria. La película que se veía una sola vez se preservaba en el recuerdo como una experiencia de la propia vida.
Lo nuevo e inusitado que más me gusta inevitablemente tiene ya mucho que ver conmigo, aunque yo no lo supiera
No siento la menor nostalgia. La disponibilidad y la sobreabundancia de ahora tienen sus desventajas, pero ninguna es tan grave como la escasez. Tardé años de búsqueda y perseverancia en hacerme una colección suficiente de los discos de mi inolvidable Tete Montoliu. Al pianista europeo más original que he escuchado después de él, Júlio Resende, lo descubrí hace apenas dos semanas y hoy ya tengo todos los discos que ha publicado y lo he visto tocar en vídeos de YouTube. Lo llevo conmigo en el Spotify del teléfono y me acompaña ahora mismo mientras trabajo en el portátil. Para escucharlo más despacio y de manera todavía más completa, tengo en CD dos de sus discos mejores, Amália y Fado & Further. La tecnología es tan inseparable de la percepción de la obra de arte como lo ha sido de su creación. La hora aproximada que duran cada uno de estos dos discos de Resende permite el despliegue de la improvisación al mismo tiempo que ofrece un marco de unidad temporal. Y sacarlos de la funda, ponerlos en el reproductor, escucharlos sostenidamente de principio a fin, modela y determina la escucha en un proceso equivalente a la interpretación. Cada canción aislada tiene su propia unidad suficiente, la concisión admirable de la música popular, sea un fado, un blues, un standard de Broadway, una copla española. Pero el talento del músico las va expandiendo en los juegos de la improvisación y las va hilando en una secuencia en la que se convierten en episodios de una suite.
Lo que hace Júlio Resende con el fado, tocando a solas el piano, me recuerda a lo que hace Keith Jarrett con los standards del jazz. Improvisa líneas melódicas que parecen alejarse del punto de partida hasta que se queda muy atrás, en soliloquios que dejan el tiempo en suspenso; y cuando estaba más lejos, tanteando armonías improbables y exóticas, ráfagas entrecortadas que parecen no ir a ninguna parte, entonces una sola nota, un acorde, empieza a llevarlo por el camino de vuelta, y la canción originaria aparece de nuevo, nítida y recobrada, con ese raro aire oriental de la guitarra portuguesa, con una rúbrica final en la que de golpe se hace presente la manera en la que Amália Rodrigues dice una última estrofa.
Siendo tan joven, Júlio Resende ha completado ya un itinerario de formación, ese proceso de búsqueda, de alejamiento y regreso sin el cual no es posible el descubrimiento del estilo que le corresponde a uno, la base firme de todo lo que vendrá después. Resende es un músico riguroso y versátil que se ha educado en los repertorios centrales del jazz desde una posición europea y portuguesa, leal a los grandes maestros americanos y al mismo tiempo muy avezado en las vanguardias europeas de la música. Ha tocado con la misma desenvoltura intrépida a Thelonious Monk y a Pink Floyd. Ha inventado experimentos acústicos en los que nunca se pierde la pulsación del swing. Se ha concedido a sí mismo toda la libertad que le daba la gana. Y paso a paso ha avanzado hasta llegar a la cercanía de su origen, que es la música popular portuguesa.
Resende trae a ella los aires del jazz: también el influjo sutil de otros compositores pianistas que modelaron lo popular en invenciones originales, limpias de folclorismo o de mimetismo, Heitor Villa-Lobos, Lecuona, el Albéniz de Iberia, Falla en la Fantasía Bética. Algo parecido a lo que hace Resende lo hizo Tete Montoliu tocando canciones tradicionales catalanas o convirtiendo memorablemente en jazz algunas de las de Joan Manuel Serrat. Pero hay otro recuerdo que me viene ahora, otro ejemplo de esas conexiones que estallan como relámpagos cuando se escucha a un músico como Júlio Resende: Bill Evans, en Buenos Aires, tocando Esta tarde vi llover, de Armando Manzanero, convirtiendo el bolero en una confesión íntima, una melodía ensimismada de Bill Evans.
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