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Columna
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Tocado por la genialidad

La publicación de las 'Obras completas' de Félix Francisco Casanova se me figura un acontecimiento cultural de primera magnitud

Félix Francisco Casanova, retratado por su hermano, José Bernardo.
Félix Francisco Casanova, retratado por su hermano, José Bernardo.

La primera vez que oí mencionar el nombre de Félix Francisco Casanova fue en una carta del poeta Francisco Javier Irazoki. Se acababa la década de los setenta del siglo pasado. Por entonces seguía siendo común el intercambio epistolar. Me bastaron unas pocas muestras de la poesía de aquel chaval canario, muerto pocos años antes por causa de un escape de gas mientras tomaba un baño en su domicilio de Santa Cruz de Tenerife, para percatarme de su enorme calibre literario.

Aquellos pocos poemas que conocí por mediación de Irazoki tenían los ingredientes justos para que a uno, al leerlos, le produjesen con gran intensidad la experiencia poética. No me cupo la menor duda de que quien los había compuesto estaba dotado de una gracia particular. No es sólo que los textos estuvieran bien escritos. De hecho, la literatura de Casanova huele a todo menos a escritorio. Era otra cosa que nadie, ni el erudito más dilecto, ha sabido definir hasta la fecha, aunque somos muchos los que nos llenamos la boca con su nombre.

Aquellos poemas tenían un misterio, una musicalidad no nacida de las convenciones métricas y una fuerza expresiva que los hacía de todo punto seductores. Eran, desde luego, distintos de cuanto escribían los jóvenes de mi tiempo; en muchos casos, dignos epígonos del estilo literario de sus mayores. No, aquellos poemas en los cuales lo lúdico y lo luctuoso se mezclaban con afortunada y a la vez inexplicable armonía estaban tocados de la genialidad. Los largos años transcurridos desde entonces no me han apeado de mi impresión primera.

Aquellos poemas tenían un misterio, una musicalidad no nacida de las convenciones métricas y una fuerza expresiva que los hacía de todo punto seductores

Otro poeta, Jorge G. Aranguren, me proporcionó las señas postales de Félix Casanova de Ayala, padre de Félix Francisco. Ya entonces el hombre, que, aquejado de melancolía, había renunciado a prolongar su propia obra, cultivaba con entrañable denuedo la memoria del hijo fallecido. Le escribí. Me topé con lo que había, una humanidad profundamente dolida, primero por la pérdida de la esposa, después por la del hijo superdotado y compañero de páginas. Juntos habían llenado de poemas Cuello de botella, cuya publicación Félix Francisco no pudo ver. Su padre me procuró los libros de este. Él mismo me los había dedicado en nombre del hijo para siempre ausente. El cartero me entregó aquellas joyas enviadas a San Sebastián desde Canarias: una maleta llena de hojas, la referida Cuello de botella y un diamante en forma de novela, El don de Vorace, que Félix Francisco había escrito a los 17 años en poco más de 40 días.

La publicación de las Obras completas de Casanova, editadas con esmero por la editorial Demipage, supervisadas por el ojo infalible de Irazoki, se me figura un acontecimiento cultural de primera magnitud. A veces dan ganas de que existan el cielo, el más allá, no sé, una atalaya para difuntos desde la cual Félix Casanova de Ayala pudiera disfrutar del resultado de sus desvelos. A su lado, Félix Francisco seguro que se lo tomaría a risa mientras indaga qué tipo de música escuchan los jóvenes actuales.

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