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EN PORTADA

La cultura negra importa

Libros, premios, películas y exposiciones dan cuenta del éxito de los creadores afroamericanos actuales en las artes y las letras estadounidenses

Mireia Sentís
win mcnamee (getty)

Una de las respuestas a por qué las producciones literarias, cinematográficas o televisivas de los creadores negros provenientes del mundo anglosajón reciben últimamente una mayor atención podría estar en Obama. Él tuvo en su campaña especial cuidado de no hacer hincapié en la raza —debía ser el presidente de todos los americanos—, pero no hay duda de que el hecho de llegar a la presidencia a pesar de su color replanteó la visión que de la raza se tenía en Estados Unidos. Más aún cuando, sin necesidad de hablar de ello, era patente que el político mestizo había decidido formar parte del colectivo afroamericano. Su boda con una mujer de la cual se oía frecuentemente decir “es muy guapa a pesar de ser negra-negra” tuvo el “efecto colateral” de normalizar la presencia —y la belleza— de la mujer negra preparada y ausente, con puntuales excepciones, de los medios de comunicación.

Dejando de lado los casos de la música negra, que fue aceptada —tras el desprecio primero y luego la explotación— hace ya décadas (con los músicos, al igual que con los deportistas, se aplican diferentes parámetros; son desclasados que actúan como punta de lanza), esta (más o menos) aceptación actual de la cultura afroamericana por parte del mainstream se ha ido forjando muy lentamente y ha experimentado, según las disciplinas, diferentes tempos. La literatura despega con la narrativa de esclavos, avalada, como confirmación de su autenticidad, por abolicionistas blancos que la publicaban con la finalidad de luchar contra la esclavitud. Esos libros, muy vendidos en su época, desaparecieron con la guerra de Secesión. El escritor, editor y activista que acabaría siendo consejero en los asuntos negros del presidente Lincoln, Frederick Douglass, fue quien alcanzó las mayores tiradas, pero hubo muchos autores situados entre la primera narrativa, la del marino Olaudah Equiano (1789), y la última, la del educador Booker T. Washington (1901). William Wells Brown, Harriet Jacobs o Solomon Northup, cuyo relato Doce años de esclavitud fue llevado al cine en 2013, se cuentan entre los nombres sobresalientes. No fue hasta el renacimiento de Harlem cuando volvió a resurgir, siempre a ojos del mayoritario público blanco, una literatura negra.

El renacimiento se dio en época de la ley seca (1920-1933), cuando Harlem ofreció lugares, los speakeasy, donde los disidentes se reunían en discretos locales. Allí la bohemia intelectual blanca descubrió a la negra. El nuevo filón editorial perdió continuidad con la llegada de las dificultades económicas acarreadas por el crash de 1929. Langston Hughes es el autor más destacado del periodo, pero la lista es larga: W. E. B. Du Bois, Jean Toomer, Zora Neale Hurston, Countee Cullen, James Weldon Johnson, Nella Larsen… y se cierra con Richard Wright, expatriado en París. A grandes rasgos no fue hasta las luchas por los derechos civiles cuando se dieron a conocer los nombres que marcarían la siguiente época de rotunda afirmación negra: por un lado, los brillantes ensayos de James Baldwin o los inspirados discursos de Martin Luther King, y, por otro, los seguidores de la corriente separatista como Malcom X, George Jackson o Eldridge Cleaver. En 1968 se inauguró el primer departamento universitario de estudios afroamericanos —una batalla ganada en la lucha por los derechos civiles—, que dio salida a pequeñas editoriales negras que surtían a los estudiosos, pero también a las clases populares. Pronto los grandes sellos se dieron cuenta de la existencia de esa clientela. Surgieron nombres de largo recorrido como Amiri Baraka, Ralph Ellison o Angela Davis. En 1993 llegó el primer Premio Nobel, el de la excelsa Toni Morrison —también notable editora—, quien para muchos norteamericanos funcionó como un despertador.

Lecturas

  • El vendido. Paul Beatty, Malpaso, 2017 (en mayo).
  • El ferrocarril subterráneo. Colson Whitehead. Literatura Random House, 2017 (en septiembre).
  • Volver a casa. Yaa Gyasi. Salamandra, 2017.
  • Entre el mundo y yo. Ta-Nehisi Coates. Seix Barral, 2016.
  • Una historia de la conciencia. Angela Davis. Biblioteca Afroamericana de Madrid / Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2016.
  • Americanah. Chimamanda Ngozi Adichie. Lit. Random House, 2014.
  • El color de la justicia. Michelle Alexander. Capitán Swing, 2014.
  • Ciudad abierta. Teju Cole. Acantilado, 2012.
  • Dificultades técnicas. June Jordan. La Oficina, 2012.
  • La evasión americana de la filosofía. Cornel West. Editorial Complutense, 2008.

La industria cinematográfica ha seguido su propio camino. Cuando la gente negra fue admitida en las salas de cine tuvo que ocupar el gallinero, coloquialmente llamado nigger heaven. Los pocos personajes negros que salían en las películas no ocupaban nunca posiciones que no fueran de servidumbre. En 1915 se estrenó la película de Griffith El nacimiento de una nación, tan adelantada técnicamente como retrógrada ideológicamente; era pura apología del Ku Klux Klan. A raíz de ese planteamiento, el escritor y cineasta Oscar Micheaux decidió fundar ese mismo año su propia productora. Fue el nacimiento del cine independiente negro, que produjo, hasta 1951, medio millar de los llamados race films. Por fin la audiencia afroamericana podía verse reflejada en toda su diversidad. Cuando el Black Power se hizo oír, surgió la nueva generación. A la cabeza, el músico, escritor y actor Melvin Van Peebles, quien con Sweet Sweetback’s Baadasssss Song creó en 1971 el tipo de antihéroe irreverente y sin complejos que difundió por todo el país los blaxploitation films. Un género esencialmente urbano, hoy considerado precursor cinematográfico de la primera ola del rap. Hollywood se dio cuenta del enorme mercado que representaba un sector que no había tenido en cuenta, y se apropió del filón. Sin embargo, no desapareció el cine negro independiente, del que surgieron directores tan interesantes como Charles Burnett (es muy recomendable el libro Charles Burnett. Un cineasta incómodo, 2016), Julie Dash, Robert Townsend, Carl Franklin o Spike Lee.

Como hija menor de la industria cinematográfica, fue creciendo la televisión. Los primeros afroamericanos que aparecieron en ella eran mostrados con todos los clichés al uso, como en la comedia Amos ‘n’ Andy, pero poco a poco fue incorporando actores y cómicos que llenaban de audiencia negra los cines; a principios de los setenta nombres como Redd Foxx, Bill Cosby, Jimmie Walker, Sherman Hemsley o Florence Johnston encabezaron el elenco de varias comedias. Cuando en 1977 llegó a la cadena ABC la serie Raíces, una nueva ventana se abrió: existía una historia por desarrollar y buenos actores para hacerlo. La mayoría de los que aparecieron en esa serie, adaptación del best seller de Alex Haley, ya nunca dejaron de trabajar en Hollywood. En 1980 se creó BET (Black Entertainment Television), una cadena decididamente dirigida al espectador negro. Uno de sus fundadores fue Quincy Jones, productor, entre otros programas, del show que lanzaría como actor al joven rapero Will Smith.

Con el paso de los años, una presidencia negra y el aumento de las clases media y media alta entre la comunidad afroamericana (a la par que un aumento de la pobreza dentro de ella), llegó la aparición de Black Lives Matter, el grupo más extenso de protesta civil desde los Black Panthers. Aunque una de sus metas principales es acabar con la violencia que sufre el colectivo de color (apelativo que aúna a las diversas minorías no blancas), #BLM pide igualdad para todos, en todos los campos. La transversalidad de su organización, práctica e ideológica, hace que se pueda adaptar a las necesidades de cada momento y lugar, inspirando así resistencia en múltiples áreas. La campaña #OscarSoWhite, a raíz de la concesión de los Oscar de 2016 (y que dio sus frutos al año siguiente), es el ejemplo que viene al caso. Llamó la atención sobre la poca diversidad de los receptores de los premios, debida en gran parte a la configuración de la Academia, cuyos integrantes siguen siendo predominantemente hombres blancos y de edad más bien avanzada, que no tienen que dar cuenta del número de películas que ven. Un círculo cerrado que ya no refleja la realidad.

Las editoriales saben que el aumento de la clase media afroamericana ha dado lugar a una nueva clientela

Cada año concurren más producciones afroamericanas, ya que crece el número de actores que después de trabajar en Hollywood se convierten en productores. En los últimos Oscar, los afroamericanos se llevaron los premios a los mejores actor y actriz secundarios, mejor documental, O. J. Simpson, y mejor película, Moonlight —una entre las varias producciones negras: Loving, Figuras ocultas, Fences (admirable adaptación de una obra de teatro del muy premiado August Wilson), The Birth of a Nation (que da la vuelta al planteamiento de la obra de Griffith)…—. Todas estas películas han traspasado la famosa línea del color y se espera que las recompensas no resulten ser gestos simbólicos sin continuidad.

Con campos abundantemente abonados (literatura, cine, televisión), una presidencia a las espaldas, multitud de profesores universitarios, poder económico y una potente historia prácticamente desconocida y que puede ser contada desde un punto de vista diferente al oficial, extraño sería que “lo negro” no suscitara interés. Si Entre el mundo y yo, la carta-libro que Ta-Nehisi Coates escribe a su hijo, ha tenido tanta repercusión en EE UU, es porque existe una situación de violencia racial con diferente configuración, pero tan considerable como cuando James Baldwin escribió Una carta a mi sobrino en 1962. La amplia acogida que está teniendo I Am Not Your Negro, el documental que el haitiano Raoul Peck ha confeccionado con textos de Baldwin, demuestra la actualidad de sus palabras.

Si Paul Beatty ganó el último Man Booker es porque ya nos había deslumbrado con The White Boy Shuffle en 1996 y porque pertenece a una corriente literaria, la satírica, que se remonta a George Schuyler (Black No More, 1931) y que tiene a representantes como Ishmael Reed (Mumbo Jumbo, 1972, recientemente reeditada y retraducida con gran acierto al castellano) o Darius James (Negrophobia, 1992). Colson Whitehead, quien con Underground Railroad ha ganado el Pulitzer y el National Book Award, sería un buen ejemplo y el más reciente (hay otros) de que si la historia interesa cuando es contada desde un punto de vista académico, aún interesa más al ser puesta al día por sus protagonistas. Seleccionado como libro del mes en el programa televisivo de la potente comunicadora Oprah Winfrey, reinterpreta la historia del camino secreto que emprendían los esclavos fugitivos, entre ellos Frederick Douglass, William Wells Brown o Harriet Tubman, cuya imagen será la primera de una mujer estadounidense que aparezca en los billetes de 20 dólares. La novela no solo evoca la situación de la negritud durante la esclavitud, sino la de hoy. Y ya se está hablando de la versión filmada que dirigiría Barry Jenkins, responsable de Moonlight.

Teju Cole —de quien se han traducido dos libros: Ciudad abierta y Cada día es del ladrón—, Chimamanda Ngozi AdichieAmericanah— o la guineanoamericana Yaa Gyasi, ganadora del PEN con su novela histórica Regreso a casa, son representantes de la nueva ola de escritores que no participan del pasado común afroamericano, la esclavitud, puesto que ellos o sus padres han nacido en África. Se trata de creadores que inyectan nuevos, originales y críticos puntos de vista. No solo aportan una perspectiva diferente, sino que pueden, como hace Gyasi, contar la negritud desde el otro lado del continente y tener una visión más panorámica y desapegada del camino seguido por los africanos capturados y trasladados de un continente a otro.

Si la carta-libro de Ta-Nehisi Coates a su hijo ha tenido tanta repercusión es porque aún existe violencia racial

La lengua y la literatura se expanden y renuevan con cada grupo que entra en el mainstream (judíos, italianos e hispanos son otros casos). ¿Pero qué tiene que ver la cadencia enloquecida de la corriente neohoodoo con la poética de Toni Morrison, las frases que suenan como un puñetazo de Chester Himes o la prosa deslizante de Terry McMillan? Cada grupo aporta su tono y sus particulares fraseos, que provienen de la “otra” lengua, la del país de origen de sus padres (español, italiano, alemán o yidis). El caso de los negros norteamericanos es diferente, porque esa otra lengua es el inglés. Un inglés que se fue conformando al margen de la enseñanza académica y que por lo tanto revestía modismos muy diferentes. En los setenta, se llegó a decidir que la manera negra de hablar constituía un lenguaje diferente llamado Black English o Ebonics. En la Universidad de Berkeley, la escritora June Jordan abrió un taller donde se establecieron las reglas, existentes pero no registradas, de este idioma hablado por cerca de 40 millones de norteamericanos. Como dijo Walter Mosley, creador del detective Easy Rawlins: “Casi todos los negros somos bilingües”.

En todo caso, la presencia de una fuerte producción cultural —que va acompañada de la presencia negra en los puestos de poder— no levanta, en EE UU, tanta extrañeza como en el extranjero. En español nos quedan grandes lagunas. Dejando de lado el vasto terreno de las artes plásticas, ¿dónde podemos leer a intelectuales de la talla de W. E. B. Du Bois, Cornel West (un solo libro, La evasión americana de la filosofía, publicado en 2008) o el extraordinariamente versátil Henry Louis Gates Jr.? ¿Y a sociólogos, historiadores y ensayistas tan clarividentes como William Julius Wilson, Stanley Crouch, Deborah Willis, Michelle Wallace, Patricia Williams? Aunque esta reflexión parezca algo injusta —no se menciona a muchos de los sí traducidos: June Jordan, David Levering Lewis, Michelle Alexander…—, se plantea para llamar la atención sobre la ausencia de un marco referencial que haría comprensible la creciente presencia negra a la que asistimos atónitos.

Mireia Sentís es directora de la Biblioteca Afroamericana de Madrid (BAAM).

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