La imagen de la era
¿Qué fotografía podría calificarse como el icono que definiera esta época?
Si esta es la era de la imagen, ¿cuál sería, entonces, la imagen de esta era? ¿Cuál, entre todas, calificaría como el icono que la definiera? ¿Cuál, en fin, tendría el sello indiscutible de esa imagen capaz de valer más que mil imágenes?
Ahí están los derribos del muro de Berlín y las Torres Gemelas. Las fotos de la protesta en la calle o el retrato robot del indignado –The Protester-, ya bien pulido por Time para su portada. Ahí están las guerras que persisten en la postguerra fría y alguna estampa de las ciudades después de un atentado. Los millones de selfies diarios y el inefable retrato de turistas que a su vez retratan.
Y ahí está la foto del niño Aylan, muerto en la playa. Esa tragedia recortada de un cuadro gigantesco que engloba a millones de desplazados (y que se basta por sí misma para personalizar el malestar de esta cultura).
Todas son imágenes del fotoperiodismo, habituales en eventos como Visa pour l’Image o World Press Photo. Imágenes en las que la fotografía está machihembrada con la realidad.
Pero hay que tener en cuenta, también, aquellas iconografías que no “ilustran” o “amplifican” (una catástrofe, un récord, una conquista), sino que evidencian, precisamente, la dificultad de entender lo que está pasando. A esa crítica de las imágenes por las imágenes se le ha llamado “iconofagia”. Y su historia contemporánea tal vez pueda entroncarse con aquella conminación de Artaud, clamando porque nunca fuéramos reales y siempre fuéramos verdaderos.
Ante un hecho tan visualizado como el atentado a las Torres Gemelas, Thomas Ruff se dio a la tarea de aplicarse este ultimátum. Es imprescindible que describamos su estrategia para complicar la percepción de aquella masacre del 11-S en Nueva York. A una distancia normal, vemos la imagen del edificio ardiendo y todo parece obvio. Sin embargo, a medida que nos acercamos, la fotografía se pixela, queda desenfocada, y deja a la vista una imagen brumosa: un paisaje abstracto de todo lo ocurrido que nos deja perplejos.
Resulta, pues, que mientras más nos hemos aproximado, menos hemos podido discernir.
Si Stockhausen llegó a definir ese atentado como la obra de arte perfecta, a Ruff no le interesa la perfección del horror, sino el obstáculo intrínseco para su conocimiento. Allí donde Stockhausen ve, Ruff percibe la ignorancia del que no llega a ver. Y así cuelga sobre nosotros esa imagen como una pregunta sobre esa demolición que no acabamos de comprender, pero ante la cual, por eso mismo, necesitamos creer.
En esa fe radica la manipulación misma de las imágenes –en solitario o en catarata- que marcan esta era.
Hablar es mentir, llegó a decir Foucault sobre las trampas del lenguaje. Lo mismo podría decirse con respecto a la imagen. Fotografiar es mentir. Al menos, a veces. Al menos, también.
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