La Roldana, casi una desconocida
La Hispanic Society trae hasta el Museo del Prado una pieza de Luisa Roldán, la primera mujer en ostentar el título de escultora de cámara de Carlos II y Felipe V
Como todos los museos de este país y también del extranjero, el Prado tampoco abunda en mujeres artistas. Van tan cojos que se diría que andan con un solo pie. Pero ahora la treintena de las que el museo posee obra —aunque sólo exponga a unas pocas, entre ellas la italiana Sofonisba Anguissola— tendrán una nueva amiga, al menos temporalmente. Otra hija de, otra Artemisia, les hará compañía.
Se trata de Luisa Roldán (bautizada en 1652), apodada La Roldana, escultora sevillana fallecida en Madrid en 1706. Aunque Nueva York no la echará de menos porque algunas de sus piezas pueden verse actualmente en el MET (Metropolitan Museum of Art), las reformas que la Hispanic Society está haciendo en su sede de Manhattan regalan una muestra de su obra al edificio Jerónimos: todo un lujo que una de sus esculturas cohabite con las más de 1.000 que el museo custodia y con las escasas mujeres que secretamente guarda, de Anna Maria Teresa Mengs a Rosario Weiss, la hija ignota de Goya.
Hija en su caso del escultor Pedro Roldán (autor por ejemplo del San José que luce en la Catedral de Sevilla), fue en el taller sevillano de este donde Luisa se forjó como artista, aunque a la muerte del padre fuera uno de sus hermanos quien pasara a dirigirlo y no ella. Dos de sus hermanas también practicaron la escultura, aunque jamás alcanzaron sus cotas artísticas, pero fueron relegadas a tareas menores, en concreto a aquellas consideradas “femeninas”, como dorar o estofar. Y si Rodin propició algunos encargos para Camille Claudel, en el caso de La Roldana fue la dedicación docente del padre —que le obligaba a ausentarse del taller—, la que dejó en manos de su avezada hija algunos proyectos importantes. No sería de extrañar pues que algunas piezas suyas las firmara aquel. Los encargos que vinieron después, en cambio, fueron fruto exclusivo de su tesón.
Casada con un dorador del taller que el padre no quiso como yerno y liberada a la fuerza del yugo paterno, La Roldana se instaló por su cuenta y la falta de encargos la llevó a desarrollar una técnica personal trabajando el barro cocido, hasta entonces considerado un material burdo. Siendo ya reconocida su contribución a la imaginería religiosa, acabó aterrizando en Madrid, Villa y Corte, donde fue la primera mujer en ostentar el título de escultora de cámara de Carlos II y Felipe V.
Lamentablemente el prestigioso nombramiento no llevaba aparejados réditos pecuniarios, de modo que acabó como quien dice en la indigencia, recibiendo migajas del postrer Austria y del primer Borbón. No quiso de todos modos regresar a Sevilla, donde su padre gozaba de prosperidad y, del mismo modo que se cree que Artemisia Gentileschi permaneció en Roma sola, lejos de su padre pintor, La Roldana resistió en Madrid los años oscuros del cambio de siglo hasta apagarse a los cincuenta y dos años.
Dejó grupos escultóricos como, por ejemplo, Los desposorios místicos de Santa Catalina, que se expone en esta muestra y está fechado en torno a 1691 o 1692, donde se advierte la delicadeza que la escultora aplicaba a los rasgos faciales y a las manos, una de sus características distintivas. La firma, curiosamente, aparece aquí en la rueda. Grupos escultóricos al margen, sin duda sus más grandes logros, a ella se atribuyen también, entre otras, dos cabezas cortadas (San Pablo y San Juan Bautista) que forman parte asimismo de la colección del filántropo Archer Milton Huntington.
Sin movernos del Siglo de Oro y de sus aledaños, alguien dirá que la pieza de Luisa Roldana expuesta aquí no es comparable a los Velázquez, Grecos o Zurbaranes que nos ha traído la Hispanic Society. Pero la historia del arte, como todas las historias, es un relato moldeable y reinsertar a esta artista en la tradición hispánica no deja de ser un logro notable.