El hombre que se escondía tras los libros
La muerte de Robert Silvers deja un reguero de huérfanos. Al frente de ‘The New York Review of Books’ desde 1963, explicó como nadie la trascendencia de la lectura en el mundo moderno
La vida de Robert Silvers ha demostrado que puede ejercerse una influencia indeleble en varias generaciones de lectores sin escribir libros y sin editarlos. Y tampoco le hizo falta reseñarlos, sino dejar este cometido en manos de otros. Pero no de cualesquiera —y aquí radica una de las grandezas de Silvers—, sino de los mejores, de los más originales, léase Charles Rosen, Ronald Dworkin, Robert Lowell, W. H. Auden, Hannah Arendt, Susan Sontag, Robert Craft, Edmund Wilson, James Baldwin, Stephen Jay Gould, Tony Judt, J. M. Coetzee, Thomas Nagel, Colm Tóibín, John Banville, Stephen Greenblatt, Tim Parks y un etcétera tan largo e ilustre como la propia historia de The New York Review of Books, un artefacto cultural de primera magnitud en cuyo número inicial, publicado el 1 de febrero de 1963, Silvers puso las cartas sobre la mesa: la nueva revista no malgastaría su tiempo ocupándose de libros “triviales en sus intenciones o venales en sus efectos, excepto de manera ocasional a fin de reducir una reputación inflada temporalmente o de llamar la atención sobre un fraude”.
Con motivo de su cincuentenario, el también neoyorquino Martin Scorsese realizó en 2013 un documental de conocimiento obligado que decidió titular The 50 Year Argument, un título excelente que refleja ese medio siglo de polémicas, argumentaciones y razonamientos, pues de todo ello ha habido en sus páginas, y el sustantivo final admite, cuando menos, esa triple acepción. Por él desfilan muchos de sus principales colaboradores, pero el lugar de honor se reserva, claro está, para Robert Silvers, su gran artífice, cercado por libros en su despacho de las oficinas de la revista en Hudson Street, en el Village neoyorquino, aunque Scorsese no se olvida del papel crucial desempeñado hasta su muerte por Barbara Epstein, cofundadora de la revista. Ambos amaban la precisión y editaron juntos cada artículo durante 40 años con ojos de lince. Quien quiera saber en qué consiste editar textos ajenos y calibrar la importancia capital de este cometido para el lector, no tiene más que asomarse a las páginas de cualquier número de The New York Review of Books: son los autores quienes trazan el camino y sus meandros, por supuesto, pero los editores se han cuidado luego de arrancar malas hierbas, despejar recovecos e iluminar oscuridades.
Charles Rosen, que compartía con Silvers, entre otras muchas cosas, una sabiduría enciclopédica, un infinito amor por la ciudad en que vivían y unos cruciales años formativos en París, hablaba de su amigo y editor con una admiración ilimitada. Le asombraba que leyera con la máxima atención y un olfato finísimo todas y cada una de las palabras de todos y cada uno de los artículos de todos y cada uno de los números de la revista, sin importarle que los firmara un nuevo colaborador o un nombre consagrado: creía en lo que hacía y sabía cómo hacerlo. Era capaz de perseguir a un autor dondequiera que estuviese para que aprobara su cambio de una palabra o un signo de puntuación. Por eso Rosen le dedicó el primer libro en que decidió recopilar varios de los ensayos publicados originalmente por la revista de Silvers, Romantic Poets, Critics and Other Madmen (inicio de una futura trilogía que se completaría con Critical Entertainments y Freedom and the Arts). Al fin y al cabo, él había “inspirado y editado” la mayoría de ellos y, como confesaba Rosen, suyo era el mérito de que resultaran “inteligibles”, pues nada le preocupaba más —y ese era el objetivo de gran parte del tiempo que dedicaba a la revista, que es como decir su vida entera— que todos los textos de su revista fueran “accesibles para los lectores sin un conocimiento especializado de los temas tratados”. Como Dworkin, como Judt y como tantos otros, Rosen siguió escribiendo fielmente para The New York Review of Books hasta el final mismo de su vida: Silvers publicó —y editó, claro— los últimos textos de todos ellos de manera póstuma. El documental de Scorsese revela también cómo la revista ha ido haciéndose eco no solo de libros, sino también de todas las peripecias históricas desde que nació en 1963 en medio de una huelga de impresores que dejó los quioscos de Nueva York desprovistos de periódicos. Pocos años después sería un altavoz privilegiado de los opositores a la guerra de Vietnam y desde entonces no ha habido causa que Silvers creyera justa, ni coyuntura histórica que reclamara ser desmenuzada, que no encontrara eco en sus páginas, teñidas siempre de un inequívoco sesgo progresista. Ya ha alzado su voz, clara y fuerte, por ejemplo, en varias ocasiones contra los desmanes y desvaríos de Donald Trump.
Hace un par de años, en pleno mes de agosto, escribí a The New York Review of Books solicitando autorización para traducir y publicar un artículo en Revista de Libros, el equivalente más cercano en España de la publicación neoyorquina. Menos de una hora después me contestó Bob Silvers en persona indicando cuál iba a ser el camino a seguir. Como siempre, Charles Rosen estaba en lo cierto: el director vivía pegado a su revista, al pie del cañón, día tras día, hora tras hora. Y así lo hizo durante 54 años, hasta que una brevísima enfermedad acabó el pasado lunes con una vida dedicada a los libros, situado por decisión propia en una primerísima segunda línea. Ahora empieza para su genial invento un nuevo tiempo, pero lo que es seguro es que su ya cincuentenaria criatura, forjada a su imagen y semejanza, le sobrevivirá. Él mismo la llevó de la mano, sin soltarla un momento, desde la edad de la inocencia hasta depositarla, quizá para siempre, en la de la razón, la crítica fundada y la reflexión.
‘The 50 Year Argument’ (2014). M. Scorsese y D. Tedeschi. www.nybooks.com
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.