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Tribuna
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Ideas y géneros

No me gusta escribir periodismo porque guardo cada idea, cada imagen o personaje, religiosamente para los libros

Vista de Cartagena de Indias desde una azotea.
Vista de Cartagena de Indias desde una azotea.

Estoy sentada en el borde de una piscina, con los pies en el agua, en el octavo piso de unos de los cientos de hoteles con piscinas de Cartagena de Indias. Descanso después de nadar, con la mente en blanco. De pronto, veo un colet negro hundido en el fondo celeste. Enseguida pienso en mi hermana. En cuando éramos niñas y jugábamos en nuestra pequeña piscina plástica a buscar el colet que tirábamos sin mirar. Después pienso: esa sería una buena imagen para comenzar un cuento. Mi cabeza empieza a funcionar a mil y voy inventando más detalle: la historia de quien fija su vista en el colet podría ser la de una nadadora profesional en crisis, y tal vez recuerde la infancia con su hermana por algún conflicto con ella: quizás está enferma, muerta o metida en algún problema.

Antes, entre braceo y braceo, he estado leyendo Noches de cocaína, de Ballard. Una novela de misterios y crímenes protagonizada por dos hermanos. Se desarrolla en complejos cerrados de las costas españolas, donde europeos ricos se refugian para vivir en el encierro y el ocio. La coincidencia de estar leyéndola desde la azotea de un edén del Caribe, rodeada de turistas gringos al sol, es maravillosa y aterradora a la vez: la distopía del paraíso futuro ya está aquí. Y el hecho de que esté pensando en “hermanas” da cuenta de la evidente influencia que está teniendo la novela en mis ideas. Siguiendo con los hermanos; la mía siempre dice que lo que hago, cuando escribo, es torcer una historia real, y en este caso se cumple a cabalidad: tomo el pequeño momento que acabo de vivir y lo pervierto en otra cosa. Pero contar aquella anécdota en un diario es algo que jamás haría, al menos hasta ahora.

Descubrí que quizás no todos los sucesos que voy encontrando y guardando sirven para la ficción, no todos puedo “torcerlos” o “pervertirlos”

No me gusta escribir periodismo porque guardo cada idea, cada imagen o personaje, religiosamente para los libros. Sin embargo, durante mis días en Colombia, en el marco del Hay Festival, descubrí una nueva perspectiva. Para explicarla tengo que contar otra anécdota. En el vuelo de Santiago a Bogotá, tuve la suerte de elegir los últimos asientos del avión, construidos originalmente para la tripulación e inmensamente más cómodos: dos en lugar de tres, reclinables de verdad y con resto de pie. A mi lado iba un niño de ocho años, Mateo. Viajaba solo y las azafatas se preocupaban de hacerlo sentir cómodo y seguro. Aunque de todas formas él parecía muy tranquilo desde el comienzo. Era ese tipo de niños con aire de adultos serios y responsables, y abrazado de su conejo de peluche, sacó los dulces y chocolates que traía de vuelta y los ordenó cuidadosamente sobre la bandeja para mostrármelos, probando una y otra disposición hasta dar con la más equilibrada y precisa. Con una voz igual de limpia y suave que sus movimientos, me contó que volvía a Colombia luego de visitar a su mamá en Antofagasta. Durante los últimos años, muchos inmigrantes han llegado a Chile, sobre todo colombianos, generando más de una polémica en un país reprimido por la uniformidad y desconfiado de lo diferente. Por medio de un diálogo discontinuo, típico de los niños, y que los hace ir saltando de una cosa a otra sin sentido aparente, llegamos a uno de sus últimos sueños. Mateo estaba en una plaza en el centro. La gente de la ciudad había desaparecido y con miedo se dirigió a su casa. Cuando entró, también estaba vacía. Buscó por todas las piezas, pero siguió sin encontrar a nadie, estaba solo.

Su narración, que partió de la nada, nos fue envolviendo en una intimidad desoladora, y cuando terminó de hablar yo tenía los ojos llenos de lágrimas. Por supuesto, intenté que él no lo notara. Tragué saliva y seguimos hablando de otras cosas. Yo, que incluso me había sentido desgraciada al lado de Mateo, porque mi asiento no se reclinaba tanto como el de él, y que, como siempre, cargaba con un equipaje de mano lleno de preocupaciones y problemas personales, me sentí ridícula al lado de este niño de ocho años que viajaba solo desde un país desconocido, abandonando a su madre. Y entonces también, maquiavélicamente, pensé que sería un buen final para un cuento. Ese clímax en donde el protagonista, que arranca de una ciudad a otra, se da cuenta de que, y como dice la canción de Alex Anwandter, “uno nunca sufre como los que sufren de verdad”. Mateo se durmió temprano, abrazado de su conejo, y tras la despedida en la pista de aterrizaje, yo seguí pensando en nuestro diálogo durante muchos días. Era precioso, pero me di cuenta de que no servía para el final de un cuento. Era muy explícito y quizás demasiado tierno o sentimental. Lamenté perderlo y no poder aprovecharlo en un relato. No quería que pasara al “museo de ideas cristalizadas y embalsamadas” —tomando las palabras de Natalia Ginzburg—, hermosas pero aisladas, de mi libreta mental de anotaciones. Tampoco podía olvidarlo, sentía que era de esas historias que deben, que merecen, ser contadas. Y bueno, he aquí lo que descubrí: que quizás no todos los sucesos que voy encontrando y guardando sirven para ficción, no todos puedo “torcerlos” o “pervertirlos”. Es cierto que no suena a algo novedoso, pero entenderlo realmente fue toda una revelación para mí: porque quizás cada historia conlleva en su propia materia un género adecuado, como en este caso, para mi primera columna.

Los ‘colet’ en Chile son los elásticos para amarrarse el pelo.

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