La vida en verso
Argullol exprime sus trabajos y sus días en 'Poema', que refleja la nostalgia de la fe en Dios por parte de quien ha de conformarse con la música de Bach
El 1 de enero de 2012, Rafael Argullol (Barcelona, 1949) inició un particular diario donde se propuso registrar, a lo largo de tres años y sin faltar un día, salvo que la Dama dispusiese otra cosa, pensamientos, sentimientos o sucesos vinculados a su vida. El resultado es un texto caudaloso, regido por un plan organizativo más que por las afluencias caprichosas de la inspiración. El título del volumen, Poema, expresa su concepción unitaria; también su pretendida condición de poesía. Ahora bien, ¿es esto poesía? ¿Puede la poesía prescindir del pneuma, que llega cuando llega, y presentarse como fruto programado de un ejercicio de voluntad? A mi juicio, sí; díganlo, si no, Lucrecio o Milton. Y ello pese a que los “poemas” del libro no se someten a metro, ni cuantitativo ni acentual, y a menudo podrían sin detrimento disponerse en renglones de prosa. Solo alguna vez atienden a un ritmo de ideas, con reiteraciones, anáforas y secuencias salmódicas; léase, por ejemplo, la entrada del 30 de mayo de 2014: “Una primera copa para la amistad. / Una segunda copa para el gozo…”; y, tras varios versos y copas, un corolario sentencioso, con dos oraciones semánticamente enfrentadas en espejo, como es frecuente en los libros sapienciales de la Biblia.
Las estampas textuales son “más una captura que una rememoración” (página 9); responden a reflexiones sin alquitaras ni filtros acerca de hechos del día (y del día a día) más que a la reminiscencia de una emoción desde la tranquilidad del presente, según definía Wordsworth la poesía, y de modo parecido Bécquer. Por eso no importa la ganga narrativa y el despliegue de aconteceres banales: ¿y cuánto de ello no hay en el Cancionero de Unamuno o en otros diarios poéticos obedientes a un empeño semejante a este? Pero a cada paso sacuden al lector, provocados por no se sabe qué, relumbres de un instante, irisaciones de una plenitud nunca gesticulante ni gárrula, anticipaciones melancólicas de la belleza del mundo tras la muerte del autor. Precisamente el hilo de continuidad que hace de estos poemas un Poema es la visita repetida de Caronte, el barquero de las aguas sombrías, cada Nochevieja y en tantas otras ocasiones. A su solicitud se debe esta labor de tres años de escritura: prepararse para la muerte exige, literal y figuradamente, quedarse sin palabras; vale decir, soltar lastre confesional y “tirarlo todo por la borda / para poder volar, si hay vuelo” (página 408).
En estas páginas Argullol exprime sus trabajos y sus días, que se concretan en la nostalgia de la fe en Dios por parte de quien ha de conformarse con la música de Bach como hermoso sucedáneo, la afirmación de la belleza incluso si proviene de una cruel carnicería (“¡Valió la pena ir a Ilión!”, página 1.062), o la conquista de la inocencia frente a la alianza de la sangre y la piedra en columnatas y arcos de triunfo: “Una mirada clara, un corazón limpio, / un pensamiento que se eleva, sin trabas, / hacia el misterio definitivo” (página 790).
Sobre los estertores de la batalla postrera, que habrá de librarse en el campo de los símbolos (esferas, cubos, circunferencia perfecta), se oyen los trinos de un ruiseñor que, extraviado en un sórdido patio de luces, “recuerda las almas de los héroes” (página 121) mientras canta y canta entre cables, bajantes y aparatos de aire acondicionado. El mundo, entonces, adquiere su sentido.
Poema. Rafael Argullol. Acantilado, 2017. 1.136 páginas. 29 euros
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