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Nunca será cisne

El pato que comparte la laguna con Alicia es un pato falto de elegancia que, a diferencia del cuento de Andersen, se convertirá en basura

Fotograma de 'Alicia en el país de las maravillas', de Tim Burton.
Fotograma de 'Alicia en el país de las maravillas', de Tim Burton.

Leo Once cuentos de Klondike, seleccionados y traducidos por Jorge Fondebrider. En esos feroces relatos de Jack London, animales y hombres viven entreverados en regiones heladas, donde la muerte por hambre y frío amenaza sin intermitencias. Congelado, el dueño de un perro fiel planea matarlo para abrigarse con sus entrañas humeantes. Hoy nuestros sentimientos se han urbanizado.

Hace poco tiempo, el perrito de un niño se perdió en algún barrio acomodado del oeste de Buenos Aires. El niño y su madre acudieron a las redes sociales, donde las fotos se volvieron muy populares. El niño ofrecía como recompensa su playstation, juegos incluidos; sus ahorros y, en caso de que otro niño encontrara al perrito, sus juguetes. Todos nos emocionamos cuando apareció el perrito; al niño no le costó nada porque había sido encontrado por un adulto bondadoso. También a mí me complació el final feliz porque, después de todo, los escritores no pertenecemos a otro planeta y el Klondike de Jack London ya no existe.

Imaginé a la niña salvando al patito de que lo aplastara un coche e incorporándolo al grupo trashumante de su hermana paralítica y su madre

Me había olvidado del asunto hasta ayer a la noche. Llegaba a mi casa y en el gran atrio de un multicine de última generación, una mujer tirada en el suelo, muy delgada y cubierta de harapos, pedía limosna. A metros de ella, una chica en silla de ruedas, con la cabeza volteada sobre un hombro, como si no pudiera moverla; y una niña de seis o siete años, sentada sobre las baldosas con las piernas abiertas y, entre los jirones que las cubrían, un patito. Un patito verdaderamente feo, en esa etapa difícil para las aves que va entre el momento en que dejan de ser pichones y todavía no tienen ni las plumas ni los movimientos precisos del animal adulto. Asustado por las luces, por los pies de quienes caminaban muy cerca y por los papeles que revoloteaban alrededor de la mujer y sus hijas, resguardado apenas por una pelusa que dejaba ver la piel gris y sucia, el patito estaba inmóvil. Soportaba o bendecía la mano de la niña que lo acariciaba. Era difícil decidir quién era más indefenso: ¿el patito o su dueña?

Para esa niña sucia y desgreñada, el patito feo era la única compañía a la altura de su desposeimiento. Las graciosas habilidades de un gato o la cálida fidelidad de un perro habrían sido demasiado para ella. Un gato o un perro habrían podido confortarla. Pero esa niña ya había pasado la barrera de aquellos que pueden ser confortados. Se sabe que los que no hemos pasado esa barrera somos tan insolentes como para hacer preguntas. Le pregunté a la niña de dónde había salido su patito y me dijo: “Se cayó de un carro” (los que andan de noche, arrastrados por caballos esqueléticos cubiertos de mataduras, en la recogida de papeles y cartones para el reciclaje). La niña y el patito eran habitantes de la basura. Imaginé a la niña salvando al patito de que lo aplastara un coche e incorporándolo al grupo trashumante de su hermana paralítica y su madre. Todo es de un patetismo que no puede atenuarse.

Allí recordé al chico del perro. Los dos animales y los dos niños vivían en realidades inconmensurables: dos mundos paralelos que no se tocaban. Si la niña perdía su patito en la noche, no tenía nada que ofrecer para recobrarlo. Pero tampoco se le ocurriría ofrecer nada. Ocupante de la entrada del multicine hasta que no la echaran, su tiempo tenía solo la dimensión del presente. Hoy tengo un patito, mañana no. Hoy tengo comida, mañana no.

Y, sin embargo, la mano de la niña tocaba a su patito y establecía con él una relación que, en esencia, era idéntica a la del niño con su perro. Lo que los diferenciaba no era esa relación que hoy tenemos los humanos con los animales, sino el cuadro social donde esa relación tenía lugar.

La niña acariciaba a su miserable patito como si fuera uno de esos patos singularmente bellos, dibujados y pintados por los artistas que los anglosajones clasifican en la wildlife painting: plumas sedosas y abundantes de colores que responden más a la paleta que a la realidad; cuerpos rotundos y suntuosos que flotan en aguas limpias en medio de bosquecillos amables. O como el pato de El mago de Oz, cuyas “plumas eran de muchos colores: verdes brillantes, azules y púrpura; tenía una cabeza amarilla con un penacho rojo; su cola era rosada, blanca y violeta”.

El humilde pato de la niña de la calle pertenecía a “esa rara clase de objetos que no pueden asociarse con el dinero”, como escribió Virginia Woolf sobre Flush, el perrito de la poeta Elizabeth Barrett. Pero, a diferencia del spaniel al que se refiere la escritora inglesa, no podía asociarse con el dinero porque no valía nada.

Era imposible que la niña consiguiera vender un patito tan feo. Por su independencia de todo dinero, más bien recordaba a los animales imaginarios: los pájaros raros (algunos inexistentes y fantásticos como el dodo) que caen con Alicia en una laguna del País de las Maravillas. El pato que comparte la laguna con Alicia es un pato mojado, achaparrado, falto de elegancia. Lo imagino parecido al que sostenía la niña entre sus harapos. Un patito feo que, a diferencia del patito del cuento de Andersen, nunca será cisne. Seguramente se convertirá en basura.

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