Compartir la historia
Sin escatimar elogios a Suárez, Landelino Lavilla sostiene en sus memorias que antes de que aquel lo nombrara ministro, él ya tenía escrito el guion entero de la Transición
Un día de primavera de 1975, Adolfo Suárez, vicesecretario general del Movimiento, le habló así a Landelino Lavilla, que recién venía de recibir el cese como subsecretario del Ministerio de Industria: “Si yo fuera presidente, estarías en el Gobierno y no haciendo dictámenes en el Consejo de Estado”. No había pasado un año cuando Suárez era ya ministro y Lavilla pronunciaba, en enero de 1976 y en el Club Siglo XXI, una conferencia sobre convivencia política en la que abogaba por una reforma constitucional.
No por azar, la evocación de aquel encuentro y la reproducción de varios extractos de aquella conferencia sirven a Landelino Lavilla como punto de partida para reconstruir con pulcra escritura lo que llama el hilo de Ariadna de una transición política concebida y ejecutada, nos dice, con claridad y rigor, pues eran nítidos los objetivos y lo fue el método elegido. Sin escatimar elogios a Suárez, que brilla aquí por su capacidad de análisis, su sentido de la oportunidad, su decisión prudente y su audacia medida, él, Lavilla, llevaba escrito desde meses antes de que el presidente le incorporara a su primer Gobierno como ministro de Justicia el guion entero de la Transición, dispuesto a realizarlo en un proceso rápido y sin fisuras, dirigido —o así lo recuerda— con firmeza y serenidad.
Acompaña a este elogio del amigo y a esta reivindicación de la autoría de las leyes que fueron esmaltando el camino hasta la convocatoria de elecciones generales —especialmente el decreto-ley de amnistía de julio de 1976 y la Ley para la Reforma Política de enero de 1977, que son la almendra de esta historia— una airada protesta contra el falseamiento u olvido de los hechos que atribuye a quienes afirmaron que a través de la reforma se hizo la ruptura. No tal, se rebela Lavilla: eso no es más que “un intento de devaluar la esencia de la operación reformista y de rehabilitar el rupturismo fracasado”.
¿Sí? Lo que Lavilla destiló en su conferencia de enero de 1975 fue la sustancia de lo que el Grupo Tácito venía defendiendo desde hacía dos años: que el ordenamiento constitucional vigente, o sea, la Ley Orgánica del Estado y el resto de Leyes Fundamentales, era “ilimitadamente modificable” y que, por tanto, lo que procedía era emprender, con decisión y claridad, su reforma. Que aquellas leyes eran modificables ya lo había demostrado López Rodó; pero que no lo eran si se acometía la tarea de una en una lo había probado Fraga cuando, tropiezo tras tropiezo, dio con todo su corpachón en tierra. La lección aprendida por el tándem Suárez/Lavilla consistía en que, si la meta era reformar la mal llamada Constitución, había que hacerlo de una sola tacada. Miguel Herrero, secretario general técnico del Ministerio, sostenía que esa tacada era cosa del Rey; Suárez y Lavilla impusieron, con mejor criterio, que correspondía al Gobierno y a unas Cortes elegidas por sufragio universal la tarea de acometer lo que la Ley para la Reforma Política definió en su artículo tercero como “reforma constitucional”.
En eso consistió su gran apuesta y su mayor acierto, que para nada empaña el hecho de que, celebradas las elecciones y constituidas las Cortes, en lugar de acometer la reforma de una supuesta pero inexistente Constitución, los diputados iniciaran un proceso constituyente, sin necesidad de pedir permiso al Gobierno ni al Rey, de quien el Gobierno era entonces “instrumento”. Curiosamente, en un pasaje de su conferencia no reproducido en estas casi memorias, el mismo Lavilla consideraba que no existía una divergencia irreconciliable entre quienes propugnaban la ruptura democrática con la apertura de un proceso constituyente y quienes defendían la evolución con una reforma constitucional.
Y claro que no existió al final del camino una divergencia irreconciliable. Lo singular del proceso de transición, lo irrepetible, fue que por una vez los enfrentados puntos de partida de quienes defendieron la reforma y quienes propugnaron la ruptura condujeron a la misma meta, que no decía reforma constitucional, sino proceso constituyente, vieja reivindicación de la oposición democrática con la que el Grupo Tácito acabó confluyendo cuando dejó caer su vano empeño de reformar lo que pasaba por ser un ordenamiento constitucional cuando en realidad no eran sino leyes fundamentales de una dictadura. Ni reforma, ni ruptura, el resultado final fue nada más, pero tampoco nada menos, que un proceso de transición de la dictadura a la democracia, una historia para compartir, desde luego; no para que cada cual se la apropie, aunque la apropiación se realice con suma elegancia y sin faltar a nadie la consideración debida.
Una historia para compartir. Al cambio por la reforma (1976-1977). Landelino Lavilla. Galaxia Gutenberg, 2017. 380 páginas. 23 euros
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.