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Sokolov, emoción y conmoción

El pianista ruso ofrece un memorable recital de tres horas en el Auditorio Nacional

Inconmovible, ajeno, saludaba Grigory Sokolov a los espectadores que lo aclamaban en el Auditorio Nacional, aunque la actitud huraña del pianista ruso en la contrafigura de la mercadotecnia y la vacuidad -ni una sonrisa, ni un aspaviento- tampoco contradijo la fertilidad ni la heterogeneidad de las propinas, hasta el extremo de que el recital se prolongó tres horas después de haber comenzado. Y lo hizo explorando todos los límites de la música de Rameau, Schubert, Schumann y Chopin.

No es que Sokolov pretendiera recrearse en una exhibición de su versatilidad. Ocurre más bien que el maestro respira mejor cuando sus manos se aferran al piano. Los clamores y las idas y venidas al camerino trastornan su terreno de confianza, como si el piano fuera la isla de un náufrago donde Sokolov se siente dichoso. Y donde hace dichosos a los que lo escuchan, al límite de una idolatría que el ídolo observa con escepticismo, saludando sin convicción.

No es un exhibicionista Sokolov. Acaso es un hechicero. Tiene embrujado el piano como si fuera un instrumento en estado de transformación. Mozart se escuchaba con la pureza de una caja de música sobrenatural. A Rameau  se le percibía como si Sokolov tuviera delante un clavecín. 

Y Chopin... Parecía como si el concertista ruso hubiera descubierto en el piano la dirección asistida.Inverosímilmente lúcido y cristalino, pero también hondo, como los compases de la propina que despidieron el rito. Porque Sokolov no es un músico camaleónico,  ni un enciclopedista sino un artista clarividente que sabe desdoblar su virtuosismo y su profundidad en la concepción pianística de la totalidad. 

Sokolov no suplanta al compositor. Lo expone como si las obras estuvieran alumbrándose desde el piano en ese mismo instante. Incluso cuando son tan populares y sencillas como la sonata K545 de Mozart. Sencilla quiere decir que es capaz de tocarla un alumno del grado elemental. Otra cuestión es revelarla. Concebirla con la naturalidad y la pureza que Sokolov era capaz de proporcionarle.

Se acordaba uno de Picasso, cuando decía que siendo un niño pintaba con Leonardo da Vinci. Y que tuvo que cumplir 80 años para pintar como niño. Unos cuantos menos tiene el monstruo de San Petersburgo, 66, pero adquiere sentido la alegoría picassiana del regreso al paraíso perdido. Un viaje iniciático que Sokolov hizo en penumbra, abjurando de las pausas, reflejado por la luz del órgano en el destello grisáceo de noche de luna llena, y llevándose consigo la devoción de melómanos, estupefactos unos y otros en este exigente rito stendheliano.

La belleza tiene una enorme fuerza perturbadora y perforadora. Por eso ocurría que el adagio de la sonata K457 martilleaba las cuerdas del piano y las entrañas de los allí presentes. Un dolor placentero. O al revés, derivado de la sobreexposición a Mozart y de las emociones que suscitaba su hermosa plegaria. Sokolov era un medium sin dejar de ser Sokolov. Ensimismado, absorto, en la introspección de la partitura ausente. Le faltaba una zarza ardiendo.

El descanso era necesario para reponerse de la "radiación" musical. E imagino a tantos pianistas desesperados en su vocación.Contrariados en la dinámica del sonido que Sokolov es capaz de desarrollar.  Frustrados ante la sospecha de que el piano es un instrumento distinto, inabarcable, cuando Sokolov lo escruta como si fuera su medio natural, el agua en el agua.

Y el fuego en el fuego, toda vez que el Beethoven de la opus 90 se escuchaba tremebundo y volcánico. Una fuerza dionisiaca parecía alentar la música. Y predisponía la ceremonia de la Opus 111. Que fue escrita en 1822 y que podía haberse escrito ayer o mañana, de toda la vanguardia que contiene -la proeza rítimica, el protojazz, el expresionismo de entreguerras, el minimalismo- y de toda la vigencia que le otorgó Sokolov como si Beethoven se nos hubiera aparecido. ¿O no fue así?

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