La maldad se llama Charles Manson
¡Toda una vida bajo la sombra de Charles Manson! Supimos de su existencia a finales de 1969, coincidiendo con otra catástrofe californiana: el festival de Altamont. Para la contracultura, un doble golpe devastador. Podías disculpar Altamont como el error elemental de juntar lobos con corderos. Pero los corderos hippies de Manson resultaron ser verdugos implacables en la mansión de Roman Polanski y en casas más modestas.
La conmoción fue tal que incluso se intentó retratar a Manson como cabeza de turco, víctima de la inquina del establishment, argumento alentado brevemente por cierta prensa alternativa. Aun admitiendo su culpabilidad, una cabecilla del grupo radical Weather Underground llegó a celebrar su sangre fría a la hora de matar.
La contracultura solo asimiló el horror en 1971, cuando uno de sus pioneros, el poeta y cantante Ed Sanders, publicó The Family, tomo que contextualizaba aquella secta homicida como parte de una deriva generacional hacia lo irracional; aquel romper todas las amarras dejaba a muchas almas perdidas al alcance de líderes astutos. Y Manson lo era: demasiados años en cárceles, estudiando la psicología humana y la dinámica grupal.
Con estupor, en décadas posteriores asistimos a una perversa glorificación de la Familia. Consecuencia de que, no hay otra forma de resumirlo, se pusieran de moda los asesinos en serie, obviando el detalle de que Manson evitó escrupulosamente la sangre, dejando el trabajo sucio a sus discípulos. Hasta hubo una reivindicación de su música a cargo de lumbreras como Axl Rose, Marilyn Manson o G. G. Allin.
‘Las chicas’, la aclamada novela de Emma Cline, trivializa la tragedia que clausuró los sesenta
Han salido documentales, series, novelas, ¡una ópera! Lo último es Las chicas (Anagrama), de Emma Cline. A pesar de ser una novela apreciable, se detecta allí una explotación del caso Manson tan grosera como la de Guns N’ Roses: aquí se trivializa la tragedia que ayudó a enterrar las fantasías de los sesenta.
Según la contraportada, está “inspirado libremente en la matanza perpetrada por Charles Manson y su clan”. Vaya broma: Cline saca del foco a Manson (aquí llamado Russell) y reduce la escabechina a la venganza por no conseguir un contrato de grabación. Oiga, no seamos banales: Manson, racista, pretendía desencadenar una limpieza étnica.
A Cline solo le interesa la motivación de las reclutas de Manson, capaces de despanzurrar a una embarazada. Su explicación es simplona: el odio a los hombres, seres sexualmente agresivos e indiferentes a los sentimientos femeninos. Disculpen si recurro a la brocha gorda: uso idéntica táctica que la autora.
Se me enciende la luz roja cuando su protagonista escucha un disco de Serge Gainsbourg y Jane Birkin, algo posible pero bastante improbable en un suburbio californiano de 1969. La valoración: que “Serge era asqueroso” y “tenía cara de rana”. Luego, se plantea: “¿Por qué lo querría Jane?”. Eso tiene una respuesta que incluso Russell, el desleído Manson de Las chicas, podría articular con rotundidad.
Babelia
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