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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Mártires en la cocina

En 'Pesadilla en la cocina', Chicote hurga en la herida, humilla a los farsantes y machaca sin contemplaciones

Juan Jesús Aznárez
Alberto Chicote en 'Pesadilla en la cocina'.
Alberto Chicote en 'Pesadilla en la cocina'.

Imagino el regocijo de la productora de Pesadilla en la cocina cuando el dizque cocinero mexicano de un restaurante de Madrid le arreó un empujón a Alberto Chicote después de que el chef español le desquiciara acorralándole entre las sartenes, llamándole de todo menos cocinero. El objetivo, divertir y si fuera posible escandalizar, ya estaba cumplido desde el momento en que el pinche azteca perdió los estribos: “¡No me toques!” “¡Te he dicho que no me toques!”. Y Chicote le tocó.

La nueva temporada de la adaptación española de Kitchen Nightmares sube en el rating vigorosamente porque cebarse con el inepto, romper al quebradizo y hacer llorar al arruinado es tan fácil como robar a un borracho. No obstante, el exorcismo practicado por el chef con ilusos que abrieron un restaurante como pudieron haber abierto una zapatería tiene su mérito: permite calibrar visualmente el abombamiento de la carótida de los aventureros cuando se les abronca en las narices, escuchar las risas o maldiciones de los corrillos de empleados y actualizar el inventario español de tacos y vulgarismos.

Pero víctimas y victimarios juegan la partida de común acuerdo, firmando un contrato. Los dueños de restaurantes agonizantes parecen suscribirlo casi a ciegas: son las víctimas dispuestas al martirologio para salvar sus negocios, y Chicote, el victimario, el despiadado fiscal, que hurga en la herida, humilla a los farsantes y machaca sin contemplaciones. Yo he llegado a aplaudir cuando desenmascara.

Los propietarios asumen que para conseguir publicidad y una reforma gratuita de sus locales tienen que ofrecer la otra mejilla después del primer tortazo del cocinero presentador, que no es Castelar hablando pero se hace entender perfectamente.

Más allá del sensacionalismo, el programa tiene un valor sociológico: es un zarzuelero parque temático de emprendedores incompetentes, socios caraduras, padres amargados por el fracaso de sus hijos, y trabajadores de medio pelo, pagando el pato o llevándoselo a casa. Sin esos magníficos ingredientes no habría programa.

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