Vértigo
El recital del pianista en el Auditorio Nacional ofrece un alarde más de su inteligencia musical
Observar fijamente a Daniel Barenboim, y pararse a pensar, produce vértigo. Ese hombre que se acerca con paso firme hacia el piano es el mismo chiquillo que deslumbró a Wilhelm Furtwängler; el brillante discípulo de Ígor Markévich y Nadia Boulanger; el joven pianista que hizo historia tocando junto a Otto Klemperer y John Barbirolli; el director de solistas como Arthur Rubinstein y todos los grandes pianistas del último medio siglo; el titular de la Orquesta de París o de la Sinfónica de Chicago y el artífice que ha llevado al olimpo orquestal a su (la relación no tiene fin) Staatskapelle de Berlín; el tantas veces triunfador en Bayreuth y el Maestro Scaligero durante varias temporadas en el Teatro alla Scala de Milán; el músico que inspiró y se dejó inspirar por su mujer, la genial Jacqueline du Pré; el intérprete de series integrales de las Sonatas para piano de Beethoven o de las diez grandes óperas de Wagner; el explorador incansable del repertorio pianístico, de la alfa de Bach a la omega de Elliott Carter, de quien estuvo tan cerca en su gloriosa ancianidad; el creador de la Orquesta del Diván de Oriente y Occidente; el amigo y apologeta de Pierre Boulez; el hermano espiritual de Edward Said; el poseedor de múltiples nacionalidades, el ser humano comprometido y el artista honrado con decenas de premios y distinciones en todo el mundo; el mismo hombre que ha ofrecido miles de conciertos y ha realizado centenares de grabaciones, de todos los géneros, de todos los repertorios, junto a colegas de varias generaciones, de Dietrich Fischer-Dieskau a Alisa Weilerstein, durante más de medio siglo; el pensador, el pacifista, el escritor, el polemista.
Ese mismo hombre −uno y múltiple− se acerca a ese nuevo piano bautizado con su apellido (en el que todas las cuerdas, a idéntico nivel, discurren sin cruzarse paralela y no diagonalmente respecto a la cola) y empieza a tocar. La primera de las dos sonatas en La mayor de Schubert es mejorable y, tras un vendaval de toses del público que atesta la sala, resultan patentes un par de lapsus en el tercer movimiento. La segunda, en cambio, va a más: excelente el Allegro inicial, aunque Barenboim omite esta vez la repetición de la exposición; contenido el Andantino, con un genial presagio de Liszt −un destello fugaz− en la sección central; soberbio el Trío del Scherzo y portentoso el Rondó final, casi cuatrocientos compases de música plagada de trampas que el argentino logra dibujar, casi como si se dirigiera, de un solo trazo.
Obras de Schubert, Chopin y Liszt. Daniel Barenboim (piano). Auditorio Nacional, 27 de noviembre.
Tras el descanso, una pulcra pero distante Balada núm. 1 de Chopin careció justamente de aquello de lo que estuvo sobrada Funérailles: una perfecta planificación de las tensiones en medio del constante juego de enarmonías, de flujos y reflujos dinámicos que plantea Liszt, uno de cuyos pianos sirvió precisamente de inspiración para este nuevo Steinway de sonido diáfano. El Vals Mefisto final, más astuto que diabólico, más controlado que indómito, fue un alarde más de inteligencia musical. Y cuando, dos horas después de iniciado el recital, Daniel Barenboim tocó su último acorde, el vértigo todavía estaba allí.
Babelia
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