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Un premio es un premio

La autora ingresó en 2010 en la ilustre nómina de galardonados que inauguró Nicanor Parra

Carteles de diferentes ediciones de la FIL.
Carteles de diferentes ediciones de la FIL.

Me parece que la primera vez que fui invitada a la Feria de Guadalajara fue en 1990 con ocasión de un homenaje a William Golding, el célebre autor de El señor de las moscas y premio Nobel de Literatura. La Feria estaba aún en estado larvario, las actividades se celebraban en un enorme galpón y los recintos estaban separados unos de los otros por carpas de tela. No recuerdo quiénes formábamos parte del panel. Recuerdo apenas que todos hablábamos en español, que Golding sólo hablaba inglés y que, aunque hubiese comprendido nuestro idioma, hubiera sido imposible entendernos porque nuestras voces se confundían con las de los vecinos de carpa. Más tarde, cuando cenábamos, sentada a su lado, además de hablarme de su amistad con T. S. Eliot, el poeta estadounidense que prefirió ser inglés, y con quien conversaba por lo general de paraguas, artefacto necesario en un clima como el de las islas Británicas, me confesó que no había captado ni una sola palabra de las proferidas en el panel, ni siquiera los títulos de sus libros, traducidos al castellano: en suma, había sido una versión precaria de la Torre de Babel.

Hoy la Feria de Guadalajara es la más importante del continente y celebra, como sabemos, su trigésimo aniversario.

En 1991 se instauró el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo y el jurado decidió otorgarlo por unanimidad a uno de los más grandes poetas en castellano, el chileno Nicanor Parra, por lo que el galardón se convirtió de inmediato en el premio más prestigioso en lengua española junto con el Cervantes. Quince años mantuvo su carácter específico, distintivo, singular, un galardón que llevaba el nombre de un escritor prodigioso nacido en Jalisco y que en 2017 hubiese cumplido cien años: el idioma de los galardonados era el español o el portugués.

Cuando en 2010 me fue otorgado en su vigésima entrega, ya el Premio Juan Rulfo había cambiado su nombre y de alcance: seguía siendo un premio muy prestigioso, pero empezaba tal vez a diluirse al ampliar su órbita a toda la literatura escrita en lenguas romances: al hacerlo, se internacionalizaba, pero perdía su especificidad, como de alguna manera también lo está perdiendo el Príncipe de Asturias.

Me gustaría que no fuese necesario que al laurearnos nos mencionasen a las mujeres como si fuésemos animales de otra raza

El año 2010 fue muy especial para mí. Cumplí 80 años; me hicieron un homenaje en el Instituto Nacional de Bellas Artes y recibí la medalla de oro que esa institución otorga; viajé a India por tercera vez; murió mi gran amigo Carlos Monsiváis y el marido de mi hermana Susana, Jacobo Guzik; nació mi nietecita Amaya, y obtuve, sorpresivamente, el Premio FIL en Lenguas Romances, que para mí sigue y seguirá siendo, a pesar de los cambios sufridos, el Premio Juan Rulfo. El discurso de bienvenida estuvo a cargo de mi querida amiga la gran escritora chilena Diamela Eltit, de quien reproduzco unas palabras que sintetizan, creo, la esencia de mi quehacer literario: “… un aspecto crucial del trabajo de Margo Glantz es su desplazamiento por una sorprendente diversidad de signos literarios”.

Es curioso recibir un premio como éste, un premio que antes habían recibido varios escritores a quienes mucho admiro: Olga Orozco, Nélida Piñón, Tito Monterroso, Sergio Pitol, Carlos Monsiváis, Julio Ramón Ribeyro, Fernando del Paso, Eliseo Diego; varios Juanes: Arreola, Marsé, García Ponce, Goytisolo, Gelman; también Rubem Fonseca, Rafael Cadenas et al y a quienes yo había celebrado y aun pronunciado el discurso de bienvenida. Entrar al recinto principal repleto de público, pisar una alfombra roja (¡pecar de hybris, como antaño Agamenón [exagero…]!), ir acompañada de las autoridades feriales, escuchar los aplausos, me hicieron sentirme no como escritora, sino como artista de cine, y mis primeras palabras (por cierto, muy criticadas) fueron: “Me siento como la Julia Roberts de la literatura”, o, mejor, lo pienso ahora, me sentía como una de tantas Dulcineas del Toboso, porque empecé mi discurso reproduciendo algunas palabras de Nicanor Parra cuando 20 años atrás hizo de su discurso un antipoema: “Esperaba este premio. / no / los premios son / como las Dulcineas del Toboso / mientras + pensamos en ellas / + lejanas / + sordas, + enigmáticas. / Los premios son para los espíritus libres / y para los miembros del Jurado”.

Lo imité. Me gustaría reiterar lo que dije cuando este premio me fue anunciado: “Obtenerlo tiene un significado cabalístico para mí, en la Academia Mexicana de la Lengua ocupo la silla que ocuparan primero José Gorostiza y luego Juan Rulfo, estamos en su vigésima entrega, soy la tercera mujer que lo recibe, la primera mexicana, y este año cumplí 80. Para mí 2010 ha sido maravilloso, aunque hayan muerto amigos entrañables y mi país se haya convertido en zona de derrumbe. Me enor­gullece haber sido precedida en este camino por mis admiradas Nélida Piñón, a quien conocí en 1981 y cuyas novelas tanto me interesan, y mi gran amiga, ya fallecida, la poeta argentina Olga Orozco, que leía sus maravillosas poesías con una voz ronca y desgarrada como si cantara un blues. (Nota al pie: en España recibía el Cervantes Ana María Matute). Me gustaría pensar —lo sigo pensando— que puedo compartir este premio o que lo recibo en nombre de varias escritoras mexicanas y latinoamericanas, entre otras Nellie Campobello, Elena Garro, Idea Vilariño, Amparo Dávila, Blanca Varela, María Moreno, Clarice Lispector, Diamela Eltit, Tamara Kamenszain o Marosa di Giorgio, algunas de las cuales murieron casi olvidadas, sin obtener más que un reconocimiento efímero y local.

Y me gustaría aún más que hubiese más premios para escritoras en la FIL. Me gustaría que no fuese necesario que al darme un premio, como cuando me dieron el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas (es una mención al paso, carece de hybris), destacasen que fui la primera mujer en ganarlo, o que nos mencionen como si fuésemos animales de otra raza, como si esa distinción nos hiciera humanas, como si cuando se hace un inventario en estas mismas páginas de los cien mejores escritores en lengua castellana haya 80 varones y apenas 20 mujeres. Y no estoy abogando por una cuota, aunque parecería que fuese necesario; no estoy abogando por que se reconozca a las creadoras sólo por ser mujeres. Estoy abogando por que, cuando se visibiliza a los mejores escritores en nuestra lengua o en cualquier otra, no se ejerza una operación de invisibilización cuando de mujeres se trata.

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