¿Qué es eso llamado arte latinoamericano?
Los creadores del continente han buscado en este tiempo una identidad propia en la escena global más allá de tópicos y malentendidos
"Existe en la actualidad el arte latinoamericano como una expresión específica? Y si sí, ¿en qué términos se da?”. Estas preguntas estaban invitados a responder los asistentes —críticos, teóricos, artistas y directores de museos— al famoso simposio que organizó en 1975 el crítico argentino Damián Bayón en la Universidad de Texas, con el tema El artista latinoamericano y su identidad. Como era de esperarse, las posturas frente a tamaño asunto fueron variadas y hasta contradictorias. El pintor Rufino Tamayo, por ejemplo, se mostró categórico al decir que “la preocupación por la identidad es una especie de complejo de inferioridad que se está teniendo aquí y el cual debemos descartar totalmente”. La crítica argentina Marta Traba no fue menos tajante cuando afirmó: “Nosotros NO EXISTIMOS ni como expresión artística distinta, ni tampoco como expresión artística, fuera de los límites de nuestro continente (…) Teniendo en cuenta que el proceso del arte moderno y actual ha sido fraguado en dos metrópolis, primero París y luego Nueva York, y ha servido incondicionalmente a un proyecto imperialista destinado a descalificar las provincias culturales y a unificar los productos artísticos en un conjunto engañosamente homogéneo que tiende a fundar una cultura planetaria, nuestra existencia artística ni siquiera se plantea como una probabilidad”. Y Octavio Paz, que mandó su ponencia, afirmó que América Latina llevaba siglos bailando “fuera de compás”, pues no acababa de admitir que pertenecía “no a ese nebuloso tercer mundo de que hablan los economistas y los políticos”, pues lo que somos, escribió, “es un extremo de Occidente, un extremo excéntrico, disonante”. Esta, desde luego, no era la primera vez que el tema se ponía sobre la mesa. De hecho, como observó el curador y crítico cubano Gerardo Mosquera, es claro que América Latina padece una neurosis de identidad de la que difícilmente puede curarse. Ya en 1935 Joaquín Torres-García había necesitado poner de cabeza la brújula, “porque en realidad, nuestro norte es el Sur. (…) Por eso ahora ponemos el mapa al revés, y entonces ya tenemos justa idea de nuestra posición, y no como quieren en el resto del mundo. La punta de América, desde ahora, prolongándose, señala insistentemente el Sur, nuestro norte”.
¿En qué reside, pues, la especificidad del arte latinoamericano? ¿Basta que sea un arte producido por latinoamericanos, “sea cual fuere su estética o su lugar de residencia”, como pensaba Saúl Yurkiévich? ¿Y si el artista fuera un extranjero, pero que lleva años viviendo, por ejemplo, en México, como Francis Alÿs, entonces su obra no puede considerarse latinoamericana, aunque de muchas maneras lo sea, y profundamente? Tal vez se trate, entonces, de un arte hecho no necesariamente en, pero sí desde Latinoamérica —como sugirió Mosquera—, por artistas no siempre residentes en el continente y no siempre, en efecto, latinoamericanos. Es decir, un arte que, a lo sumo, es atravesado por América Latina en alguna medida, aun cuando no haga una apuesta abierta por definirse como tal cosa. De hecho, parecería que lo que distingue a los artistas latinoamericanos contemporáneos de sus antecesores es que han dejado de hacerse abiertamente aquellas preguntas —aunque sin duda muchos las actúen en su producción—. La discusión, acalorada en los años setenta y ochenta, sobre las necesidades estéticas del subcontinente, y la urgencia de lo que se pensaba entonces posible —alcanzar una autonomía visual para América Latina— cesó casi por completo. “El principal problema artístico de nuestra América”, escribía por entonces el peruano Juan Acha, “estriba en la no formulación de problemas oriundos; de aquellos susceptibles de brotar de nuestra más íntima realidad tercermundista que, de suyo, implica mutación y transitoriedad”.
No es raro encontrar en las muestras dedicadas al arte latinoamericano materiales de desecho al lado de hamacas, palmas y frutas
De nuevo, no es que los artistas hoy día no den, algunos, salida en sus obras a problemáticas propias de la región — las contradicciones sociales, la dependencia económica, la inestabilidad política, la contaminación colonial—, pero parecería que muchos lo hacen, ya no como un acto de resistencia —como lo entendía Traba—, ni como una respuesta desde lo estético al subdesarrollo —Acha—, sino más por inercia, pues de los artistas de la periferia se espera que sean, eso: periféricos. Lo cual parece llevar a algunos a adoptar ciertas estrategias de lo que ha dado en llamarse conceptualismos del sur (prácticas no objetuales llevadas a cabo en un tiempo en que no había mercado y sí una urgencia política), aun cuando su práctica lleve, finalmente, a la producción de un “objeto puro, portable y venal”, a decir de Acha. Para este teórico, el arte progresista sólo podía provenir del reconocimiento de que el mundo se halla, de por sí, “colmado de arte espontáneo y hemos de aprender a percibirlo y disfrutarlo”. Una noción que habría de encajar cómodamente en países en vías de desarrollo, donde este tipo de producción cultural espontánea podía encontrarse incluso, advertía Acha, “en los cinturones de miseria de nuestras ciudades principales, en forma de comportamientos, resemantizaciones, escalas de valores, costumbres y otros no objetualismos, cuya totalidad de creación popular puede ser una alternativa cultural”. La pobreza (“somos un continente de miserables, por todas partes”, escribió el crítico Mirko Lauer), entendida como uno de los rasgos clave para la comprensión de una sensibilidad específica de la región, condujo a uno de los principales planteamientos de esa época: la necesaria pauperización del arte. Una propuesta que, por cierto, acabaría teniendo ecos interesantes más adelante, en la obra de innumerables artistas contemporáneos.
No es raro encontrar en las exposiciones dedicadas al arte latinoamericano actual materiales de desecho al lado de hamacas, palmas y frutas que los artistas introducen en los eternos cubos blancos, algunos a modo de crítica, otros porque eso es lo que realmente tienen a mano, y unos últimos, quizá presas del autoexotismo, para asegurar su lugar en la próxima bienal. En esos encuentros del arte, la diversidad (de artistas, de países, de colores, de géneros) es altamente apreciada, al punto de que el mentado multiculturalismo, como escribió hace poco Ekaterina Degot, “ha quedado relegado a una ideología de mercado de opciones culinarias”.
Desde luego que algunos artistas de la región logran redefinir su lugar en la escena global sin necesidad de caer en lugares comunes o complacencias forzadas. Pero todavía resuena aquello que dijo Luis Camnitzer alguna vez acerca de que “en los países latinoamericanos no existe tal identidad comunitaria. En su lugar está la perspectiva extraña del colonizador”. Así las cosas.
María Minera es crítica de arte mexicana.
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