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IDA Y VUELTA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El linaje de Thomas de Quincey

Hasta la rebeldía juvenil es posible que la inventara él: o al menos él fue el primero que la convirtió en literatura

Antonio Muñoz Molina
Thomas de Quincey visto por James Archer.
Thomas de Quincey visto por James Archer.CULTURE CLUB (GETTY)

Lo sepas o no, si escribes con ambición expresiva en un periódico y si te dejas ir por una ciudad en el gran río de los desconocidos, si te sobrecogen los misterios de lo real y las truculencias de lo imaginario, si tienes la tentación de abandonarte a la ebriedad de las sensaciones de la vida y de los paraísos artificiales, algunos más tóxicos o más adictivos que otros, eres un discípulo de Thomas de Quincey. Incluso no es imprescindible que te importe mucho la literatura: escucha la voz y las letras de Lou Reed en aquel disco, New York, y una parte del espíritu de Thomas de Quincey estará filtrándose en ti. Lou Reed puede invocar en sus canciones la noche lóbrega de Saint Mark’s Place en los años setenta, las calles entonces sumergidas en una negrura de desfiladeros del Soho: pero el pálpito de excitación y peligro de la vida nocturna, el vagabundeo del que busca lo prohibido o lo imposible o del que sigue caminando porque no tiene dónde caerse vivo ni muerto, remontan su origen a las calles de Londres que recorría Thomas de Quincey a principios del siglo XIX, Oxford Street, su “madrastra de corazón de piedra”, Greek Street, las calles mal alumbradas con faroles de aceite en las que De Quincey fue un adolescente fugitivo.

Hasta la rebeldía juvenil es posible que la inventara él: o al menos él fue el primero que la convirtió en literatura. Dos siglos antes de la irrupción de las drogas en las ciudades y de los jóvenes que abandonaban la protección y el cautiverio de la familia y la disciplina de la escuela, De Quincey, con 17 años, había elegido una vida de prófugo, desertando de su posición de clase, tiritando de frío en invierno en las escalinatas de las iglesias de Londres, arrebujado en harapos, como esos homeless muy jóvenes, chicos y chicas, que se ven ahora en las aceras de Nueva York.

Este otoño, en las librerías de Nueva York, las obras de De Quincey están en los expositores de novedades

Lee uno ahora las memorias de Patti Smith o las de Bob Dylan y hay en ellas una resonancia de De Quincey: el muchacho con talento y sin un céntimo que llega a la gran ciudad y es seducido y en ocasiones devorado y destruido por ella; el que al cabo de los años recuerda aquel tiempo y se asombra de haber sobrevivido, pensando en tantos como él que se quedaron atrás. Nuestro árbol genético se remonta sin la menor incertidumbre, sin espacios en blanco ni eslabones perdidos, a Thomas de Quincey. Él fue el primero que hizo de la gran ciudad un mundo cerrado sobre sí mismo y algo parecido a un gran monstruo mitológico. Leemos las Confesiones de un comedor de opio inglés y nos parece que están escritas ahora mismo. Estamos tan influidos por ellas que nuestra manera de mirar la ciudad y de contarla apenas ha cambiado. Hay coches en vez de carruajes de caballos, hay iluminación eléctrica y no faroles de aceite o de gas, hay pantallas digitales y no anuncios pintados a mano. Pero nuestra exaltación y nuestro desamparo, el miedo y el vértigo de encontrarnos perdidos, el mareo de caras de desconocidos que rompen contra nosotros como olas, la búsqueda tal vez de una sola cara entre millares de otras, la fascinación por alguien extraño a quien no volveremos a ver y a quien nos gustaría seguir hasta descubrir su domicilio y quizás su misterio: todo eso es De Quincey.

Poe se inspiró en él para escribir la primera historia de ficción en la que el protagonista suponemos es el caminante anónimo de la ciudad: el hombre de la multitud. Dickens leyó a De Quincey y a Poe y los imitó a los dos en esos pasajes de sus novelas londinenses que son como descensos al abismo. El París de los crímenes que investiga el detective Dupin de Poe a lo que más se parece es a ese Londres en el que De Quincey escribía para los periódicos crónicas tremebundas en las que se mezclaba la precisión morbosa de lo real y el aguafuerte negro de la literatura de misterio que también él estaba inventando. En París, Baudelaire lee y traduce a De Quincey y a Poe, y la sensibilidad que ejercita gracias a ellos le enseña a mirar lo que los artistas o los escritores tan pocas veces han sabido mirar de verdad: el mundo que está delante de sus ojos, su crudeza no filtrada por la literatura, la nueva forma radical de poesía que nacerá de él y lo perpetuará.

Poe se inspiró en él para escribir la primera historia de ficción en la que el protagonista suponemos es el caminante anónimo de la ciudad

Como De Quincey y Poe, como Coleridge, Baudelaire experimenta con las drogas, el alcohol, el opio, el hachís, creando un romanticismo del trastorno que dura hasta ahora mismo. Igual que ellos, Baudelaire se hace fotografiar y escribe en los periódicos. Hay un nuevo mundo que necesita ser mirado con los medios de las tecnologías igualmente nuevas que nacen con él y que lo hacen posible. Nosotros leemos ahora a estos autores en colecciones de clásicos, y se nos olvida que escribieron para medios comerciales de tiradas masivas, que aprovechaban los adelantos técnicos más recientes, los periódicos y las revistas que se financiaban con publicidad y atraían a los lectores con titulares bien visibles e ilustraciones litográficas. De Quincey y Poe escribieron crónicas de crímenes verdaderos y otras veces no tuvieron escrúpulo en hacer pasar por realidad sus ficciones. Los maestros tutelares de la modernidad son los primeros a los que conocemos por fotografías: desde ellas nos miran con una fijeza, con una devastadora inmediatez de presencia que solo pudieron existir después de la invención de la cámara fotográfica.

Este otoño, en las librerías de Nueva York, las obras de De Quincey están en los expositores de novedades. Una biografía escrita por Frances Wilson, Guilty Thing, me invita a sumergirme de nuevo en este antepasado a quien nunca he dejado de leer. Lo mejor de Wilson no es que sea una biógrafa admirable, es que desde la primera página se le nota que pertenece al linaje enfebrecido de Thomas de Quincey.

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