Visibilidad del invisible
Kerry James Marshall descubrió en el estudio de un afroamericano que un negro podía ser tan pintor como un blanco y sobreponerse a las vejaciones
No hace falta ser escritor para que un libro leído en el momento preciso le cambie a uno el rumbo de su vocación. La de Kerry James Marshall lo había acompañado desde que era niño en un barrio de clase trabajadora negra de Los Ángeles, con esa vehemencia que parece propia de quienes se educan por su cuenta y eligen contra viento y marea un porvenir improbable. Kerry James Marshall quería ser pintor desde que estaba en la escuela primaria, y más aún desde el día en que un profesor lo llevó con su clase a visitar el taller de un pintor afroamericano. El deslumbramiento de Marshall en aquel taller sería comparable a la del niño con pocos medios y disposición de lector que se encuentra de pronto en una biblioteca pública.
Aún se acuerda de aquella visita, a los 61 años, en este momento de madurez y plenitud que está siendo confirmado por la gran exposición de su obra recién inaugurada en el nueva sede de arte moderno del Metropolitan de Nueva York. Igual que el niño que ha tenido acceso a muy pocos libros y pisa una biblioteca pública, Marshall descubrió en aquel taller que el oficio al que lo llamaba su vocación autodidacta ofrecía muchas más riquezas de las que él habría podido imaginar. Vio el gran espacio de indagación y trabajo manual del taller. Vio las mesas rebosando de botes de pinturas, de tarros con pinceles, de objetos desordenados de cualquier tipo; vio lienzos y hojas de papel por el suelo, lienzos en blanco pegados con chinchetas a las paredes, cuadros en diversos bastidores y en grados sucesivos de boceto o de terminación. Vio que el trabajo de pintor era una mezcla de esfuerzo y empeño y de abandono semejante al del juego y a las posibilidades y las sorpresas del azar. Los cuadros se hacían, con la inteligencia y con las manos, con tenacidad y con júbilo, con una atención rigurosa al mundo visible y a las presencias humanas y a los ejemplos de toda la tradición visual. Lo exaltaría el olor de la pintura fresca y del aguarrás como el del lienzo y la madera de los bastidores. Pero además en ese estudio descubría que, aunque hubiera tan pocos ejemplos en las historias oficiales del arte, un negro podía ser tan pintor como un blanco, labrarse un oficio y un estilo y al mismo tiempo sobreponerse a las peores vejaciones de la discriminación racial.
La visita a aquel estudio le confirmó a Marshall que iba a ser pintor. Lo que hizo de él la clase de pintor que ahora admiramos fue la lectura, a los 22 años, de un libro, una novela, que le reveló de golpe la metáfora perfecta, visual y moral, para comprender su posición como ciudadano negro en Estados Unidos, en los años de promesas rotas y esperanzas frustradas que vinieron después del movimiento de los derechos civiles de los años sesenta. Kerry James Marshall leyó Invisible Man, la gran novela de Ralph Ellison, en 1978, y esa lectura le ayudó a dar el salto de la abstracción a la figuración, y a encontrar un mundo que nadie antes había mostrado y que ha sido ya siempre el suyo propio.
A diferencia de El hombre invisible de H. G. Wells, el de Ellison no necesita ningún bebedizo para lograr la invisibilidad: le basta con ser negro para que la mayor parte de sus conciudadanos no lo vean, para entrar en habitaciones y oficinas sin que nadie repare en él, para prestar servicios a otras personas sin que éstas adviertan nunca que está cerca y que es no ya tan humano sino tan visible como ellas.
Para un pintor como él, tan apasionado del oficio como del conocimiento de toda la historia de la pintura, el efecto de la invisibilidad era aún más extremo. Entre los centenares de millares de cuadros que hay en los museos del mundo, ¿en cuántos de ellos aparecen hombres o mujeres o niños negros? ¿Y cuántos quedan si se descuentan los que aparecen como esclavos, o servidores, o comparsas de decorados exóticos? Con descaro, con crudeza magnífica, Marshall empezó a pintar retratos y autorretratos cumpliendo con todas las normas formales de la tradición, como retratos de Rembrandt o Frans Hals o Velázquez: pero eran retratos de caras de una negrura de antracita, caras tan oscuras sumergidas en fondos más oscuros aún que las volvían casi invisibles, a no ser que se fijara uno mucho en ellas. Kerry James Marshall le da la vuelta a la tradición europea del retrato y al mismo tiempo a la caricatura racista. En el cuadro de 1982 del que arranca la plena madurez de su carrera, titulado con guasa A Portrait of the Artist As a Shadow of His Former Self, Kerry es un hombre invisible pintado en negro sobre negro a no ser por los dos óvalos exagerados de los ojos y por una boca de dientes muy blancos y enormes que forman una carcajada de farsa, de hombre blanco que se tizna la cara con betún para hacer de negro cómico o de negro idiota en un vaudeville.
En aquellos años, tanteando todavía su propio mundo recién hallado, Marshall pintaba en formatos pequeños o medianos. Con el tiempo se fue expandiendo su dominio del espacio visual, que se fue poblando de colores, de personajes, de escenas como crónicas de vida social o de injusticia y rebeldía o de gozo de vivir. Kerry James Marshall es uno de esos artistas voraces que lo abarcan y lo molturan todo, la pintura del Renacimiento y la de las vanguardias, Manet y Gauguin y De Kooning y Jean-Michel Basquiat. El amor por las vidas de la gente y por los placeres y las destrezas supremas de la pintura pesan tanto en su trabajo como su radicalismo de activista político. Kerry James Marshall pinta una escena en una barbería de un barrio negro de Chicago con la misma autoridad con que los holandeses del siglo XVII pintaban a los patronos de una cofradía de pañeros. En vez de despreciar o de ignorar una tradición que había excluido a la gente como él, Marshall le dio la vuelta y se apropió audazmente de ella. Ya no está uno acostumbrado a que una pintura hecha ahora mismo pueda importar tanto.
‘Kerry James Marshall: Mastry’. The Met. Nueva York. Hasta el 29 de enero de 2017.
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