La última lección de Unamuno
Si aquel momento del 36 fue una lección histórica, su recreación en el mismo lugar 80 años después no ha sido menos lección de un arte
El 12 de octubre de 1936, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, un hombre se enfrenta trágicamente a su destino. Como Antígona, el anciano rector Unamuno, que unas semanas antes, desencantado con la deriva de la República, se había manifestado públicamente en pro de los golpistas, pero consciente en seguida de haberse equivocado, proclama alto y claro ante ellos su convicción visceral de hombre libre en un breve discurso del que descuella su contundente "venceréis, pero no convenceréis".
Ochenta años después, a la misma hora, en el mismo lugar, bajo una luz cobriza que baña el estrado del paraninfo, avanza con pasos vacilantes de anciano la figura menuda y frágil del proteico actor José Luis Gómez transfigurada en Unamuno. Como oficiante de un rito sagrado, como salido de la memoria del universo, como un auténtico demiurgo que removiera las entrañas más sensibles de lo humano, ejecuta una recreación de aquel momento de 1936 que hace vibrar a los más de 300 espectadores que llenan la sala y hasta derramar lágrimas a algunos. Teatro auténtico. Teatro puro. Como una misa solemne.
Unamuno presidía aquel acto en representación del general Franco (que se hallaba en el frente), junto a otras personalidades, entre las cuales el coronel Millán Astray, el obispo y la esposa de Franco. Se trataba de un acto académico de apertura de curso, pero sobre todo de una operación de propaganda de los rebeldes en torno a la celebración del Día de la Raza y como exaltación de su concepción de la nación española frente a la descastada República con la pretensión de su reconocimiento internacional. No en vano el acto se retransmitía por radio a Hispanoamérica. Ante los académicos, falangistas, legionarios y periodistas, Unamuno anunció que no intervendría y se limitó a presentar a los cuatro oradores, pero los ataques de dos de ellos a la otra España le movieron a pronunciar unas palabras en defensa de la razón y la dignidad humanas, de la justicia y la libertad. Su enfrentamiento con Astray le costó ser destituido y confinado en su casa, donde moriría el último día del año.
El espectáculo de Gómez se articula en dos partes o escenas. La primera es ese discurso, reconstruido a partir de los testimonios de algunos de los presentes. Si las palabras exactas se han perdido, su contenido se conoce: la guerra que divide a los españoles es una guerra incivil, se trata de un suicidio colectivo, ningún español es antiespañol, la verdadera civilización es la de la lengua, la fuerza bruta puede vencer, pero no convencer. El actor va desgranando estas palabras y la naturalidad de su voz y su gesto convencen al auditorio de su verdad de hombre bueno, depositario de una moral elemental.
Pero no se trata de un monólogo de aquel hombre singular frente a un entorno que no entiende. Sus palabras de abuelo preocupado por sus conciudadanos (él que pudo haber sido presidente de la República), se ven interrumpidas por los exabruptos de un Astray que no puede contenerse. ¿Cómo transmitir su presencia? Sin dejar de ser Unamuno, desdoblándose mediante un sencillísimo recurso teatral, el actor interpreta también al mutilado legionario: para corporeizarlo se lleva rápidamente la mano a la cara y por un instante oculta el rostro tras ella, sugiriendo el ojo tuerto de Astray y profiriendo al mismo tiempo los gritos de este. Enseguida retira la mano y prosigue con su discurso. Qué fuerza y qué riqueza de registros las de este actor que al mismo tiempo que manifiesta la seguridad del personaje transmite un cierto temor ante la reacción que puedan provocar sus palabras.
La segunda escena, terminado ya el discurso, empieza con un poema tremendo sobre la soledad que embarga a Unamuno unas semanas después ("Van pasando las horas, vacías"), que Gómez recita con patéticos timbres mientras se acerca a un escritorio y se sienta. Comienza entonces a escribir una carta, que irá leyendo en voz alta y que reúne el contenido de dos escritas por Unamuno ya en diciembre a un amigo escultor en Burgos. Desengañado, sin temor a la censura del correo, sino más bien provocándola, evoca su dolor y desolación ante los crímenes que se perpetran a su alrededor. Si hay la sangre de los rojos, hay el pus de los blancos. De vez en cuando el actor, inquieto, se yergue, mira a uno u otro lado como perdido, buscando en la nada un sentido. El dolor se lee en su rostro.
Terminada la carta, una voz en off anuncia que el 28 de diciembre, tres días antes de morir, Unamuno escribe su último poema, un soneto calderoniano en el que el sueño, la vida y la muerte se confunden. Fatigada la voz, hundido el ceño, Gómez lo recita lenta, angustiosamente y al final, al decir el último verso, inclina lentamente la cabeza sobre el escritorio, la luz se desvanece, se oyen unas campanadas en el oscuro silencio, y en seguida estalla una carga cerrada de aplausos. La tensión que había ido electrizando al público se desata.
Se yergue el oficiante, se gira para hacer una reverencia hacia la evocadora mesa presidencial y luego ante el público, que sigue envolviéndolo en una ovación salteada de bravos.
Comparable a un sacerdote, Gómez ha dado dimensión y sentido teatral a un mito. Falta hacía esta poesía para tal acontecimiento. Hay que felicitar a la Universidad de Salamanca por haberlo hecho posible. Y esperar que, como mito que es, se sacralice y que esta representación se repita cada año como símbolo de una lección de civilización como raramente podrá enseñarse en una universidad. Aquel acto fue quizá lo más grande que haya sucedido en la de Salamanca desde su fundación hace ocho siglos, como acto de fe que fue en el hombre, y, como homenaje a aquel venerable profeta que supo enfrentarse a la barbarie, debería formar parte de su calendario de solemnidades.
Poderoso, soberbio, sublime, Gómez debería oficiar este rito cada año y, cuando no pueda, alguien tan grande como él. El patrimonio de la Universidad de Salamanca no lo constituyen solo piedras, sino actos decisivos y heroicos como el de Luis de León o como este, que la consagran realmente como un templo de la inteligencia, del conocimiento y sobre todo del saber más universal: la libertad de pensamiento y de expresión. Aquel acto fue literatura como la de don Quijote contra los molinos, fue historia como la del anónimo ciudadano ante los tanques de Tiananmén, y además fue ética y derecho, disciplinas todas universitarias.
José Luis Gómez, actor y académico, ha resuelto exquisitamente un momento trágico, y con tanta convicción, con tanto arte, con tanto amor que, si aquel momento del 36 fue una lección histórica, la última lección de Unamuno, su recreación en el mismo lugar 80 años después, no ha sido menos histórica ni menos lección de un arte, el del teatro, que llega al corazón, embarga, emociona y deleita.
Babelia
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