El alma de Japón es zombi
Hanakuma da en el clavo y lo hunde bien profundo en el cerebro muerto. Su país está enfermo. Tiene el alma zombi.
Una mano surge de la tierra y agarra un falo. El hombre al que pertenece el miembro se queda desconcertado. Detrás de la mano viene una mujer. Está desnuda y cubierta de tierra. No habla. Sin que el hombre tenga tiempo a reflexionar, la mujer surgida de la tierra le practica una felación. Pero es una estratagema caníbal. Las mandíbulas se cierran y el hombre, mutilado, aúlla.
Esta escena, páginas 14, 15 y 16 de Tokio zombie (Autsaider comics, 1999) da la medida del grado de perversión de su autor: Yusaku Hanakuma. Durante las 157 páginas de su primer volumen (que, valga el chascarrillo, se devoran) cualquier bestialidad posible se convierte en dibujable: un violador de cerdos que provoca una rebelión porcina, un coliseo donde zombis y humanos se apalizan, una revolución social con los zombis como armas... Y así al infinito.
En la contraportada de Tokio zombie se lee de su autor: Es el más conocido del estilo heta-auma (malo pero bueno), mangas con guiones brillantes y enloquecidos y dibujos de apariencia medio torpe. No puede estar mejor definido. Avanzar cuatro o cinco páginas en este tebeo y pensar automáticamente, hablando en plata, "qué mierda estoy leyendo" es todo en uno. Pero las páginas vuelan, vuelan, vuelan. Y uno se da cuenta de que ese malo pero bueno no puede ser más premeditado.
Japón está enferma. Es un país con síndrome postraumático, el que causan que dos bombas nucleares aniquilen por completo dos ciudades. Es un país disfuncional, extraño, incongruente. Pasear por Tokio un día cualquiera es encontrarse con un tráfico educado, gente en mascarillas y bellos cementerios budistas rodeados de rascacielos. Subirse a uno de estos titanes de hormigón y acero y echar un vistazo a la urbe devuelve un panorama digno de Dante. Casas altas y bajas apiñadas en torno a rascacielos que se extienden a los cuatro vientes. Superficies verdes rodeadas de urbanismo demente. Una proyección arquitectónica de cómo quedó de fracturada la esencia nipona tras Hiroshima y Nagasaki.
Que Japón no ha digerido bien su tragedia y que el capitalismo se ha fundido de manera enferma con los viejos valores nipones es algo de lo que los autores japoneses hablan constantemente. Nadie lo hizo mejor, probablemente, que Junichiro Tanizaki en El elogio de la sombra (Siruela, 1933), un brevísimo libro previo a la Segunda Guerra Mundial en el que este literato ya había dilucidado perfectamente lo mal que le sentaba a la concepción oriental del tiempo su entrada en el frenesí occidental del capitalismo.
Más tarde, un precursor de ese Brett Easton Ellis que dinamitaría la literatura en los 80 con su Menos que cero (Anagrama, 1985), escribía un libro de dureza cuasi insoportable y de verdad igualmente cegadora. Azul casi transparente (Anagrama, 1976) de Ryū Murakami contaba cómo los adolescentes japoneses follaban, se pinchaban y morían en vida (efectivamente, zombis) por una inercia generacional al abismo, al cráter ardiente y radioactivo de su pasado. A las sombras perfiladas contra las paredes de los que ya no están.
Largo rodeo para volver a Tokio of the dead, una más, sorprendentemente, en esta tradición tan común entre los autores con conciencia de sus raíces: la de mostrar la desnudez del alma de la cultura a la que llaman hogar. Con mucho sentido del humor, aunque su color sea de un negro abisal, Hanakuma consigue hacernos sentir esa locura institucionalizada de Japón. Esa obsesión por los excesos de violencia y las prácticas sexuales más bizarras y desagradables. Una obsesión que parece buscar constantemente el límite elástico (en lo biológico y lo existencial) de la condición humana.
Nada mejor que el estilo malo pero bueno de Tokio of the dead para que esta fractura existencial se haga más visible. A fin de cuentas, los sobreexplotados zombis, cuando mejor han funcionado lo han hecho como símbolo de la degradación social. Una alegoría de lo que merece la humanidad cuando va cuesta abajo, que el pasado se alce en armas y devore, literalmente, al presente. Hanakuma da en el clavo y lo hunde bien profundo en el cerebro muerto. Su país está enfermo. Tiene el alma zombi. Y el mejor redentor que se le ocurre es un judoka con peinado a lo afro. Bravo.
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