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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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El misterio del saxo evanescente

Diego A. Manrique

Un detalle bien inquietante. Igual es un problema mío pero, en los últimos años, el saxofón parece estar desapareciendo de la música pop. Una ausencia tanto más llamativa dada su omnipresencia a finales del siglo pasado.

Estamos ante una perdida de riqueza musical y emocional. El saxo, se sabe, es una prolongación de la voz humana. Algo que su intérprete logra a fuerza de sacrificios para coordinar los músculos de las manos, el tórax, la boca.

En los últimos tiempos, el saxofón parece estar desapareciendo de la música pop

¿Su eclipse tiene una lectura política? Dicen que el inventor, el ínclito Adolphe Sax, era “un anarquista de derechas”. La implantación de su gama de instrumentos contó con el antagonismo de la Iglesia Católica y el establishment de la música sinfónica: Isidore Berger, compositor estadounidense, lo definió (bellamente) como “la sirena de Satán”. Más adelante, ya identificado con el jazz, fue vituperado en la Alemania nazi y la URSS. El saxo, muchos advirtieron, tiene poder lúbrico: por sus curvas, por la forma de tocarlo, por su lenguaje insinuante o imperioso.

Un cartel de la Alemania nazi define el saxo como "música degenerada".
Un cartel de la Alemania nazi define el saxo como "música degenerada".

Quizás los puritanos no exageraban. El anecdotario del jazz cuenta con historias que certifican su poder erótico. Se pierde en la noche de los tiempos el nombre del propietario del club que descubrió que el saxo atraía a un público femenino y multiplicaba los ingresos. Y el saxofonista que fue amenazado por unos clientes tras su actuación: sus chicas se habían excitado y eso no era casualidad.

Cierto que, cuando el jazz se refugió en los clubes, tras abandonar aquellas grandes salas donde reinaron las big bands, ya llevaba cierta aureola de “inmoralidad”. En los locales de striptease estadounidenses, las señoritas se desnudaban mientras tocaba un trío encabezado por un saxofonista. Eran actuaciones elásticas, que obligaban a los músicos a alargar sus versiones de Harlem nocturne, Night train o el tema de La pantera rosa.

Todo está en la mente del oyente, asegura Plas Johnson. El saxofonista que grabó la versión original de la melodía de Henry Mancini asegura que la sesión fue lo menos calenturiento que cabe imaginar: “era el invierno de 1963 y nos convocaron a las 8 de la mañana”. Ahora el ritual se realiza con música grabada pero crece la nostalgia por los viejos tiempos: Johnson, que aún toca, suele aparecer en las convenciones de practicantes del burlesque.

De alguna manera, esa reputación libidinosa del saxo se coló en el cine. Desde los setenta, se utiliza en las bandas sonoras para avisarnos de que se avecina una escena tórrida o, en general, que los protagonistas viven bajo el imperio de la pasión: echen la culpa a Gato Barbieri por El último tango en París, a Ronny Lang por Fuego en el cuerpo.

Y luego está el Efecto Kenny G, que tanto daño ha hecho a la reputación del saxo soprano. Pero lo que estamos viviendo es algo más desolador que el rebote cíclico contra una saturación. Parece que no hubiera hueco para el saxofón en el pop moderno.

A un extremo, las producciones de alta gama, creaciones de laboratorio que evitan algo tan incierto como un músico soplando por una lengüeta (el saxo se resiste a la elaboración sintética de su sonido). Al otro lado, esos grupos indies que muchas veces tienden al simplismo conceptual. Bandas formadas entre amigos, que buscan gratificaciones inmediatas, y ¿quién va a elegir el saxo, que exige esfuerzos sobrehumanos? Mientras esperamos mejores tiempos, es la hora de rescatar los discos de Morphine o James Chance.

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