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SILLÓN DE OREJAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Si (no) pierdo la memoria, qué pureza

Apabullante 'rentrée' otoñal de literatura memorialística, desde biografías y autobiografías hasta correspondencias y testimonios

Manuel Rodríguez Rivero
Bailarines de la Gran orquesta de Juan José Mosalini en el Teatre Grec, de Barcelona.
Bailarines de la Gran orquesta de Juan José Mosalini en el Teatre Grec, de Barcelona.

Le robo y niego uno de sus más famosos versos a Pere Gimferrer (por cierto, de joven, y trastornado por Arde el mar, le pedí a un amigo que trabajaba en una imprenta que me hiciera unos adhesivos con el verso, que luego iba pegando en los vagones del metro de Madrid para estupor de los viajeros) para referirme a la apabullante rentrée otoñal de literatura memorialística, desde biografías y autobiografías hasta correspondencias y testimonios. Permítanme, para no agobiar demasiado, que seleccione solo algunos de los libros de las casi tres docenas que tengo fichadas. Entre las biografías, las hay de actores, como las de Woody Allen de David Evanier (Turner, noviembre) o Jack Nicholson de Marc Elot (Lumen, noviembre); de escritores y editores, como la muy esperada de Kafka de Reiner Stach, cuyo primer volumen publicará Acantilado en noviembre, o Senior Service, de Carlo Feltrinelli, la estupenda biografía del editor y militante revolucionario Giangiacomo Feltrinelli, publicada por Tusquets en 2001 y que ahora recupera Anagrama (octubre), una editorial, por cierto, participada actualmente por el holding Feltrinelli. Entre los libros autobiográficos destacan los de músicos, como M Train, de Patty Smith (Lumen, octubre), o Born to Run, las torrenciales memorias (576 páginas) de Bruce Springsteen (Literatura Random House, septiembre); los testimonios más o menos justificativos de jueces, como Ni pena ni miedo, de Grande-Marlaska (Ariel, septiembre), o En el punto de mira, de Baltasar Garzón (Planeta, octubre); de conspicuos novelistas, como Volar en círculos, de John Le Carré (Planeta, septiembre), o El intruso, de Frederick Forsyth (Plaza y Janés, octubre). También están bien representados los cuadernos de bitácora más o menos vitales: Anagrama edita en septiembre ‘Los años felices’, segundo volumen de Los diarios de Emilio Renzi, de Ricardo Piglia, y Alba publicará en noviembre los Diarios completos de Sylvia ­Plath, que incluyen los cuadernos retenidos por Ted Hughes en anteriores ediciones; en cuanto a las correspondencias, me interesa particularmente Amor y filología (Acantilado, octubre), que reúne las cartas que, entre 1943 y 1947, se cruzaron dos de los más grandes hispanistas del siglo XX: la argentina María Rosa Lida (1910-1962) y el ruso Yakov Malkiel (1910-1962). Dejo para el final la mención del único libro de este segmento que he podido leer hasta la fecha: el impresionante relato autobiográfico El amor del revés (Anagrama, septiembre), del novelista Luisgé Martín, en el que cuenta, con una franqueza nada habitual en la literatura autobiográfica española, el descubrimiento de su homosexualidad; el penoso calvario de sus intentos de negación, ocultamiento y curación en una sociedad intolerante y represiva; el tardío advenimiento de la ternura y la felicidad: un libro meditado y perfectamente compuesto destinado a convertirse en uno de los éxitos d’estime de la rentrée. Algo, por cierto, difícil de sostener en el caso de España amenazada (Península, septiembre), un testimonio autobiográfico de Luis de Guindos, subtitulado (atención) ‘De cómo evitamos el rescate y la economía recuperó el crecimiento’; quizá mis prejuicios me obnubilen, pero dudo mucho de que haya puñaladas ante las librerías para conseguir un ejemplar antes de que se agote la edición. Y además el libro de Guindos tiene toda la pinta de ser una respuesta indirecta a Economistas, políticos y otros animales, de Miguel Ángel Fernández Ordóñez, publicado por el mismo sello. A ver si, con un poco de suerte, el ministro deja pronto el mando de la economía y regresa (para contribuir a hundirla) a alguna empresa de servicios financieros; al fin y al cabo, con méritos no mucho mayores el inefable Durão Barroso se ha encaramado a una presidencia de Goldman Sachs.

Tango

Nunca he logrado ser un tipo organizado. Me habría gustado tener una mente como la de Felipe II, de quien Geoffrey Parker afirma que, aunque se pasó todo su reinado (menos seis meses) empantanado en guerras de varios frentes, aún encontraba tiempo para preocuparse de asuntos tan menores como la ubicación de las letrinas (las “necesarias”) de El Escorial: “Hagan estas necesarias” —ordenaba el Rey Prudente a sus aparejadores— “de manera que no den olor a la pieza de los mozos de la cocina”: muy prudente, en efecto. Volviendo al desorden de mi vida, ayer tardé buena parte de la mañana en encontrar en mi biblioteca una pequeña joya que conservo desde hace tiempo: la primera edición de Tango, discusión y clave (Losada, 1963), que reúne un estupendo artículo sobre el tango (y su “metafísica”) de Ernesto Sábato (al que hoy leemos menos de lo que se merece) y una extensa antología de opiniones de diversos autores sobre esa genial música híbrida —y, a la vez, genuinamente argentina— en cuyas letras, a menudo profundamente machistas, encontraba el autor de Sobre héroes y tumbas la manifestación de un profundo resentimiento erótico. Aunque durante mi infancia escuchaba a mi padre tararear tangos mientras se afeitaba (le encantaba el muy escapista y sentimental A media luz, de Lenzi y Donato, una mínima obra maestra del arte de narrar), empecé a aficionarme a ellos muy tarde, después de leer Rayuela: mi mitomanía y mi fascinación por Horacio, la Maga, Morelli, Gregorovius y todos los demás me llevó a alternar la música de jazz con tangos de letras tristísimas de Aníbal Troilo y sus contemporáneos Discépolo o Hugo del Carril (algunos de ellos, por cierto, conspicuos peronistas), así como a cebarme mates en una pavita que me trajo un amigo de Buenos Aires; supongo que lo hacía con la intención de que se me pegara algo de toda aquella magia. Recuerdo todo esto a propósito de la próxima publicación (Lumen, 8 de septiembre) de El tango, que reúne cuatro conferencias inéditas sobre esa música que habla “de las vicisitudes del alma” pronunciadas por Borges en 1965 y que fueron grabadas (y luego olvidadas) por un inmigrante español que acudió a escucharlo. El texto llegó a manos de mi querido Bernardo Atxaga en 2002 y este cedió las grabaciones, ya digitalizadas, a la Casa del Lector, que es donde han estado depositadas. Mientras espero con impaciencia el libro, me consuelo escuchando en YouTube (en la voz de Gardel) la letra premonitoria y pesimista del tango Cambalache (1934), de Santos Discépolo, cuyo principio no me resisto a transcribirles: “Que el mundo fue y será / una porquería, ya lo sé / En el quinientos seis / y en el dos mil, también. / Que siempre ha habido chorros, / maquiavelos y estafaos, / contentos y amargaos, / barones y dublés. / Pero que el siglo veinte / es un despliegue / de maldá insolente, ya no hay quien lo niegue”. Lo que yo te diga.

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