Violencia doméstica
¿Es lícito juzgar a los artistas por su historial delictivo? ¿Y perdonar siempre al minotauro por el solo hecho de llamarle artista?
En 1943 el viejo Picasso bromeaba con la jovencísima Françoise Gillot –casi cuarenta años menor que el pintor. No muy lejos, la fotógrafa Dora Maar presentía un final irremediable: Picasso, el devorador, había encontrado una nueva víctima para su larga colección. A partir de aquella velada, las humillaciones a Maar se harían más contundentes si cabe, muy al estilo del malagueño. La fotógrafa, literalmente loca de celos -cuenta la historia-, se encerraba en una casa sobre cuyas paredes escribía con letra pequeña y obsesiva una especie de diario trágico. Dora Maar era, así, un poco como la Nadja de Breton, quien tras los interminables escarceos con el protagonista acababa en un manicomio. Nadja era un espíritu libre, opuesto a las leyes y razón -lo que esperaban de las mujeres los hombres de las vanguardias-, escribía Breton al enterarse de la noticia. Para ella era igual estar dentro que fuera.
Auxiliada por sus amigos surrealistas, de los cuales la había apartado la relación absorbente con Picasso, Dora Maar empezaba su terapia con Lacan y al cabo del tiempo recuperaba la cordura, aunque no una vida propia en realidad, ocultado su extraordinario material fotográfico durante años. Maar pasaba a la historia como la mera testigo de la gran obra del “genio” , el Guernica : los suyos eran, pues, meros documentos de un orden superior. Además, al finalizar esa serie, Picasso le aconsejaba que dejara la foto y se dedicara a la pintura. Pero no era buena pintora –y seguro que los dos lo sabían. Una manera, pues, de minar la autoestima de Maar, ya bastante deteriorada por la relación compartida con la anterior mujer de Picasso, tomando al hijo de ambos como excusa.
La historia clásica de una mujer hipnotizada por el “genio”, dirán algunos. Y pese a todo, ¿cómo se leería el mismo relato al cambiar los nombres de los protagonistas, al quitar la palabra “Picasso”? ¿No se convertiría en otra triste historia de violencia doméstica, en la cual el hombre despoja a la mujer de su autoestima para hacerla creer que su trabajo y su vida no valen nada lejos de él?
Ahora, un grupo ha protestado frente a la Tate Modern por la presencia del escultor minimalista Carl André. Le piden cuentas sobre la muerte de su mujer, la artista cubana Ana Mendieta, quien cayó por una ventana en circunstancias oscuras y de cuyo asesinato André fue acusado primero y absuelto después -igual que tantos hombres que también hoy ejercen la violencia de género. El escultor pasó por el Reina Sofía en 2015 y pocos recordaron el delito. Mi pequeña protesta fue no visitar la muestra. La pregunta no ha dejado, sin embargo, de martillearme: ¿es lícito juzgar a los artistas por su historial delictivo? Aunque, por otro lado, ¿se debe perdonar siempre al minotauro por el solo hecho de llamarle artista?
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