Como la luz, a ráfagas
El gran artista húngaro Moholy-Nagy regresa al Museo Guggenheim de Nueva York con una muestra deslumbrante y delicada que deja al descubierto su búsqueda de lo moderno a través de la fotografía.
En 1926, la obra de László Moholy-Nagy se exponía por primera vez en Nueva York, una ciudad que empezaba a hacer alarde, aún tímidamente, de esa imagen modernísima que con el tiempo acabaría por imponerse. Algunos años antes, artistas como Duchamp o Man Ray y poetas como la inglesa Mina Loy habían encontrado en el Village, el barrio bohemio que anunciaba futuras glorias, su centro de operaciones, aunque a ratos se les quedaba pequeño y tenían que volver la mirada hacia Europa —allí sí que pasaban cosas—. Era una carrera contra reloj hacia la modernidad protagonizada sobre todo por la sufragista, coleccionista, mecenas, agente cultural —y a ratos incluso artista— Katherine Dreier. Inventora junto con Duchamp y Man Ray de la Société Anonyme —desde donde se publicaban libros y se organizaban conferencias, conciertos o exposiciones—, esta gran dama de las vanguardias norteamericanas se obcecaba por importar novedades y crear un ambiente propicio para el desarrollo de lo radical a orillas del Hudson. La Exposición Internacional de Arte Moderno en el Museo de Brooklyn —inaugurada el año 1926— resumía parte de esas aspiraciones, y Moholy-Nagy, uno de sus artistas fetiche, no podía faltar a la cita con una intrigante pieza de galalita, plástico industrial cuya superficie opaca y brillante —increíbles juegos de luz— enfatizaba las formas tridimensionales que tanto interesaban al artista.
El creador fue un personaje famoso en la escena vanguardista tras su incorporación en 1923 a la Bauhaus
Moholy-Nagy, nacido en Budapest, era entonces un personaje famoso en la escena vanguardista, en especial tras su incorporación en 1923 a la Bauhaus, el brillante experimento de Weimar, donde arte y artes aplicadas compartían discusión y espacio creativo. Había llegado de la mano del arquitecto Walter Gropius, junto al cual emprendería el diseño de los libros de la Bauhaus, y en Weimar se ocupaba del taller de metal, formas que se convertirían en desgarros del plano pictórico, perforaciones; su obsesión última: luz a través… Moholy, fallecido en Chicago en 1946, había llegado a la Bauhaus desde la dinámica y versátil Berlín, donde había conocido a Kurt Schwitters y Hannah Höch, esenciales para el desarrollo de sus fotocollages, imágenes en apariencia contradictorias con la pureza de sus líneas constructivistas. Los Fotogramas de Moholy-Nagy, fotos sin cámara donde la luz abraza la superficie fotosensible y crea bellas formas, son el lugar idóneo para el encuentro casual de la línea con el plano, el que luego desarrollará en sus delicados dibujos y óleos, persiguiendo el movimiento, en busca siempre de esa obra de arte total de la Bauhaus.
Ser en cada momento lo mismo y lo diferente; buscar esa “nueva visión” —como Moholy la llamaba— capaz de reescribir lo moderno del Berlín aventurero, al cual regresa en los años treinta y que retrata en Berliner Stilleben, un corto de principios de 1931. Visiones del metro de Londres, ampliado en los primeros treinta, y para el cual Moholy-Nagy dibujaría unos pósteres que describían el hechizo de lo maquinal y el progreso científico. Diseños de un mundo aún casi por venir que los vanguardistas europeos descubrían aturdidos de placer en Nueva York, para Moholy “la ciudad de las mil luces”, movimiento infinito de texturas y transparencias; fotografías en la noche metropolitana que la larga exposición dotaba de una vida infinita de diferencias diluidas —“la luz y el pigmento se fusionan en una nueva unidad”—.
Ahora Moholy-Nagy ha vuelto a la ciudad que tanto amaba —incluso más que a Chicago, donde en 1939 fundaba la Escuela de Diseño y en la cual moría de leucemia pocos años después—. Ha vuelto al Museo Guggenheim —el cual estuvo muy ligado desde sus orígenes— con una muestra deslumbrante y delicada, donde las facetas del creador se mueven deprisa: como la luz, a ráfagas. Es la falsa tensión vanguardista entre concreto y figurativo puesta al desnudo; la clarividencia de los fotógrafos de los años veinte y treinta del pasado siglo, capaces de imaginar el mundo a través de los objetivos y la luz; autores de unas fotografías conmovedoras, igual que los Fotogramas de Moholy-Nagy que emocionan a quienes los contemplan en la espiral del museo neoyorquino: así debe ser lo moderno.
Aunque Moholy-Nagy no estaba solo en su búsqueda de lo moderno a través de la fotografía —todo lo contrario—. Su mujer, Lucia Schulz, modelo de algunas de las imágenes más intensas y autora de una extraordinaria documentación visual de la Bauhaus, le acompañaba en el camino. La historia la arrinconaría como una fotógrafa de repertorio —ocurre a menudo con las mujeres—. Sin embargo, en la muestra del Guggenheim, la conocida imagen del artista con la mano avanzando hacia la cámara, casi un retrato de Parmigianino, se insinúa impertinente a la mirada de los espectadores. Muchos piensan ahora que esta imagen no es su autorretrato, sino el homenaje de Lucia al esposo: producción, pues, de esa otra fotógrafa exiliada del transcurso. En la Fundación Loewe de Madrid se puede ver ahora el trabajo de Lucia Moholy, a su modo un futuro presente por descubrir, luz a ráfagas.
Moholy-Nagy: Future Present. Museo Guggenheim de Nueva York. Hasta el 7 de septiembre.
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