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ENTREVISTA

César Aira: “Leyendo novelas no se aprende nada”

El autor argentino explica su método de escritura coincidiendo con la biblioteca de autor que le dedica su editorial española. Además, publica un ensayo sobre Marcel Duchamp y el arte contemporáneo

Javier Rodríguez Marcos

César Aira (Coronel Pringles, 1949) apenas concede entrevistas en su país. “Me absorbían mucho y corté con todo”, explica. “Así me hice una fama de ermitaño y malo, que no lo soy”. Aira está en Madrid para presentar la biblioteca de autor que Literatura Random House acaba de dedicarle y que incluye títulos como Las noches de Flores, Episodios en la vida del pintor viajero o El cerebro musical. Él corresponde sometiéndose a un tercer grado: “Lo hago porque me siento culpable con los editores. No soy buen negocio para ellos”.

PREGUNTA. ¿Qué le parece tener una biblioteca con su nombre?

RESPUESTA. Está bien. Me da prestigio, me pone a la altura de qué sé yo… Saramago [ríe]. Me hincho de orgullo.

P. La biblioteca coincide con su libro Sobre el arte contemporáneo. ¿Qué puede aprender un escritor de un artista como Marcel Duchamp?

R. La fascinación por Duchamp me viene de que su obra es de interpretación ­inagotable. También de su juego de ideas. Tiene esa mezcla rara, y ese es uno de sus enigmas, entre intelectualidad y dadaísmo.

P. ¿Y qué sale de esa mezcla?

R. Un mecanismo por el que las ideas de un intelectual inteligente mutan en juegos sin lógica.

P. ¿Cuál sería el equivalente literario de Duchamp?

R. Podría ser Borges, aunque Borges no tenía ese costado dadaísta. El suyo es un juego de la inteligencia transparente. Para empezar a escribir yo necesito una de esas ideas como las de Borges: el hombre que lo puede recordar todo, el punto donde se reflejan todos los puntos del universo. Las mías son más modestas: una escalera por la que cuando se sube se baja… Necesito una idea que me desafíe a desarrollarla en un relato convencional pero partiendo de algo que no lo sea. Se lo pongo fácil al lector: ya que el fondo es difícil, la superficie debe ser clara.

P. ¿Cómo establece el recorrido argumental de una idea? Algunas podrían dar de sí el doble o la mitad.

R. El relato tiene que tener un marco, y el mío es de alrededor de 100 páginas. No proyecto nada, el argumento se va armando solo. A veces, cuando paso a la computadora lo que escribo, voy mirando el contador. Con 20.000 palabras ya sale un librito.

P. ¿Escribe a mano?

R. No solo a mano sino dibujando. He llegado a cierto fanatismo en eso. Cuando veo en la pantalla una palabra que quiero cambiar, la sustituyo también en el cuadernito.

P. El arte ha asumido la revolución de Duchamp, pero la literatura sigue siendo muy tradicional.

R. Si uno ve los experimentos que se hacen en las artes plásticas o en la música se da cuenta de que la literatura tiene un sustento tradicional del que no puede salir sin volverse otra cosa. En realidad, lo que yo escribo, aunque me tachan de vanguardista, es bastante convencional. En la forma, quizás no tanto en los contenidos.

P. Otro de sus referentes, Raymond Roussel, inventó un mecanismo para generar relatos que a usted le parece un buen método “contra la miseria psicológica”. ¿La psicología le parece miserable?

R. Yo no uso ningún procedimiento para generar relatos, aunque hay algo de eso en la improvisación. Así me evado de la psicología. Ahora veo mucha narrativa de jóvenes tan satisfechos consigo mismos que consideran que exponer sus opiniones y sus gustos es suficiente. No necesitan aprender la técnica ni molestarse en las descripciones y diálogos. Creo que eso viene de algo tan material como el ordenador, que exige escribir a toda velocidad. No da tiempo para la invención y tienen que recurrir a su maravillosa experiencia.

P. ¿Se refiere a la autoficción?

R. Algo así. Somos lo que escribimos. Salimos de una clase media más o menos acomodada y nuestras vidas se han vuelto cuentos de hadas. Se nos han solucionado todos los problemas. No tenemos más que exponer lo felices que somos.

P. Su novela Las noches de Flores no parece precisamente un cuento de hadas sobre la crisis argentina.

R. Me dejé llevar. Haciendo tantos experimentos, tanta cosa distinta, uno termina escribiendo incluso una novela con intención social, como podría parecer esa.

P. ¿La literatura no tiene utilidad social?

R. Si es literatura como arte, no. Los únicos libros que tienen utilidad social son los best sellers, que están llenos de información. Si alguien quiere aprender con las novelas, que lea best sellers. La literatura no te enseña nada más que el placer, el mismo placer que mirar Las meninas. Uno no aprende nada sobre Velázquez.

P. ¿Y sobre uno mismo?

R. ¿Escribiendo?

P. Y leyendo.

R. Escribiendo sí porque se ponen en claro las ideas, que generalmente son confusas. Cuando uno las escribe comprende que no es tan inteligente como creía. Leyendo no se aprende nada, pero se afina la inteligencia, el gusto, pero a quién le interesa refinarse si para tener éxito hay que ser todo lo contrario.

P. ¿Un libro no debe tener pretensiones políticas?

R. No. Si alguien usa la literatura como vehículo para transmitir ideologías le está haciendo un disfavor. Si quieres exponer tus ideas sobre el deterioro ambiental ya tienes Facebook y los diarios. Si no, estás buscando el prestigio de la literatura traicionando a los que le dieron ese prestigio sin usarla como vehículo: Kafka, Proust...

P. Parece tenerle un gran respeto a la literatura, pero su obra parece una broma enorme.

R. No lo veo contradictorio. Siempre pensé que a cierta edad lo mío sería la elegante melancolía. Hago todo lo posible, pero lo que escribo no me sale ni elegante ni melancólico. Me sale el juego. Tengo una veta infantil fuerte. Si tuviera que definirme diría que escribo libros infantiles para adultos, juguetes literarios para adultos que hayan leído a Lautréamont.

“Hay mucha industria literaria y poca historia de la literatura. Todo se estancó. Se escriben buenas novelas, ¿y qué?”

P. Alguna vez ha dicho que le interesa más lo nuevo que lo bueno. ¿Lo nuevo no caduca?

R. Había trampa: lo nuevo también tiene que ser bueno. La apuesta del escritor es que lo que hace cambie algo. Hay mucha industria literaria pero poca historia de la literatura. Nada cambia, todo es marcar el paso. Se siguen escribiendo buenas novelas, incluso buenísimas novelas, ¿y qué? Todo se estancó. Se estancó en lo bueno.

P. ¿Quiénes fueron los últimos que cambiaron algo?

R. Kafka, Borges.

P. En El congreso de literatura se propone clonar a un genio y elige a Carlos Fuentes. ¿A quién clonaría hoy?

R. A Vargas Llosa. ¡Un ejército de Vargas para conquistar el mundo! Lo de Fuentes lo hice con cariño, era buen amigo. Me devolvió la broma haciendo que me dieran el Premio Nobel en una novela suya.

P. Si se lo dieran le harían una faena. Adiós a su reputación.

R. Lo aceptaría por la plata. Este año estuve finalista en un premio y empecé a gastar imaginariamente. Cuando no lo gané me sentí tan pobre... Pero entiendo que no me den premios. Los que los dan tienen que justificar que los conceden porque el autor trabaja por los derechos humanos. ¿Qué iban a decir de mí? ¿Que me lo dan porque soy bueno? Eso no se ha hecho nunca.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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