Cambio climático
Es preciso aprender a gozar de las cosas perecederas. Pero conservar el planeta no parece tampoco mala opción
Era el otoño de 1966 —la madrugada del 4 de noviembre— y la lluvia se precipitaba sin tregua sobre Florencia enfureciendo al Arno, que en su crecida superaba los 11 metros. El barro, insidioso, inundaba los edificios bellísimos en unas imágenes apocalípticas que, vistas hoy, tienen mucho de las actuales simulaciones sobre los efectos del cambio climático en las grandes ciudades, desaparecidas bajo el agua. Las obras maestras y la Biblioteca Nacional se vieron de repente sumergidas en una tormenta atroz que arrasaba las joyas de la cultura a su paso. En esta última, voluntarios venidos de todo el mundo —más de quinientos, se decía— luchaban contra la adversidad atmosférica haciendo una cadena humana para poner a salvo los tesoros.
No fue esa solidaridad heroica lo que más afectó a la niña que yo era entonces. En Santa Croce, uno de los puntos devastados, el Cristo de Cimabue parecía desaparecer en la tempestad, borrado casi por el agua: la obra monumental se caía a capas al tratar de ponerla a salvo. Esa niña no había cumplido los 10 años, pero recuerdo muy bien que pensaba, al mirar las revistas extranjeras de sus padres —Life o la italiana Epoca—, lo irrecuperable de aquellas pérdidas artísticas, tan graves como las humanas —o más—, porque no hablaban de lo particular, sino de lo colectivo. Porque eran nosotros: más que nosotros incluso.
La última gran inundación, esta vez hace un par de semanas, me pillaba en la Costa Este de Estados Unidos en forma de alerta de noticia en el móvil. El Louvre había tenido que evacuar algunas obras y cerraba las puertas, junto al Quai d’Orsay, por una increíble crecida del Sena. Seguramente esta vez no habría tantos daños —nuestra destreza frente a las catástrofes ha mejorado mucho—. Además, en esta ocasión los medios no hablaban de solidaridad, sino de pérdidas económicas por el cierre de los museos. Pese a todo, no he podido dejar de pensar, como aquella niña de entonces, en la fragilidad de las obras de arte, en lo que preservan de nosotros, y me han venido a la cabeza las reflexiones de Freud en su conocido pasaje del texto clásico de 1916, La transitoriedad. En él plantea su resistencia a admitir la posibilidad de la desaparición de todo lo bello del mundo exterior. No obstante, coleccionista y conocedor de las civilizaciones extinguidas, Freud sabía que nada duraba para siempre, por lo cual era preciso aprender a vivir con la constante amenaza de ser despojado por los acontecimientos.
Es preciso aprender a gozar de las cosas mientras están, reflexiono con el cambio climático pisándonos los talones. “Si hay una flor que se abre una única noche, no por eso su florescencia nos parece menos resplandeciente”, constaba Freud. Aunque tratar de conservar el planeta no parece tampoco mala opción.
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