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ARTE

Dos formas de inocencia

Waldo Balart y Moisès Villèlia plantearon formas contrapuestas de acercarse a la pureza abstracta

'Estructura de la luz. Del violeta al magenta', de Waldo Balart.
'Estructura de la luz. Del violeta al magenta', de Waldo Balart.

Naturalmente, todo tiene, si se quiere ver, su comicidad. En La grande, una buenísima novela ina­cabada del argentino Juan José Saer, hay alguien que decide tomar a chiste el célebre análisis estructural que de los cuentos populares ideó Vladímir Propp, según el cual cada elemento de la intriga puede reducirse a una función y sus variaciones a las de esquemas abstractos que ya no necesitan de la reproducción del relato, sencillamente aludido por la letra mayúscu­la que corresponde en el sistema a cada variante. El chistoso evoca enseguida la vida moderna alemana y a los padres que, ahogados por el trabajo y sin tiempo que perder, en vez de acostar con un cuento a los niños, tienen bastante con recitarles uno de los esquema de Propp (alfa beta tres A mayúscula…) para llevarlos encantados en haldas del sueño.

El artista cubano Waldo Balart, que es hermano de la primera mujer de Fidel y salió a escape de la isla tras la revolución, ideó también, por los años ochenta, lo que vendría a ser el corolario de un trabajo ya encaminado desde hacía décadas por los terrenos del llamado arte concreto de producción más o menos sistematizada, en la estela del plasticismo de Max Bill. Durante sus estancias en Estados Unidos, en España (donde residió desde 1971 y expuso en el Museo de la Biblioteca Nacional) o luego en América, Balart ya había inventado, por ejemplo, un Lenguaje modular del color o un Sistema 12, con los que quiso importar para el arte una mecánica productiva de determinación tan inexorable como la de la naturaleza, esto es, ajena a cualquier incertidumbre moral o referencial y, por tanto, a cualquier posibilidad de desvío o error, pero sobre todo llevada de la necesidad, que, por lo que atañe a la naturaleza, es su verdad. Por eso sistema, desarrollo o código son palabras que aparecen mucho en sus textos teóricos.

Esculturas de Moisès Villèlia.
Esculturas de Moisès Villèlia.

En 1983 Balart quiso radicalizar aún más su arte con un sistema de adscripciones numéricas a los diferentes colores para de tal manera hacerlos visibles con la sola alusión de las cifras (un poco como Propp con los cuentos), y así se le ocurrió el Código de la estructura de la luz o CEL. Hay pinturas —si las llamamos así— de Balart que recuerdan a ­Ellsworth Kelly, otras a Peter Halley; todas son químicamente puras, como decía Hans Sedlmayr; colores planos, brillantes, sin huella alguna de mano, según se ve ahora en la galería Guillermo de Osma; al entrar el nuevo siglo, transparentando imágenes con esos colores produjo unas llamadas “esculturas de luz”. Pero su productividad sistemática entraña algo más grave, ciertamente, que el chiste novelesco. Porque como otros experimentalismos, el suyo desearía (algo que no puede hacer, por cierto, la naturaleza) suprimir la distancia que separa a las acciones humanas de la justeza y autonomía de aquella, que siempre hace lo que quiere y quiere lo que hace. Según parece pensar el artista tecnocientífico, así quedaría suprimido lo que Paul Ricoeur llamaba la “labilidad de lo humano”; en definitiva, la culpa, síntoma de nuestra finitud y origen de la moral. Por eso Nietzsche hablaba de la inocencia de la naturaleza en pasajes como aquel famoso de Humano, demasiado humano en el que se dice que en un salto de agua no hay ninguna aleatoriedad, sino una pura necesidad que puede ser descrita y calculada matemáticamente. Deberíamos hacer lo mismo con nuestras acciones”, decía. Y por eso el décalage entre lo pretendido y lo realizado, o entre querer el bien y hacer el mal del que habla la carta a los romanos, le parecía a Nietzsche lo que justamente había que suprimir mediante una superhumanización (que en realidad es una supernaturalización), con la que, sin embargo y como ya sabemos, también queda suprimida la libertad.

Esculturas de Moisès Villèlia.
Esculturas de Moisès Villèlia.

Porque este sendero fue muy transitado por el siglo XX en todas sus secciones y departamentos, y esa determinación fue muchas veces un ideal para el arte, que sería así, como los océanos, ajeno al remordimiento, la indecisión y la duda. Sin embargo, otras veces la naturaleza llevó a los artistas a evocar —mediante una especie de ilusiones apócrifas— una pureza casi musical, muy preferida de las poéticas que se fijaron en el ideal de un fruto que cae exacta y justamente de su rama.

Uno de los más discretos artistas que en España evocaron con mayor finura esa natura naturans, pero con ojos muy distintos de los cientifistas, fue el escultor Moisès Villèlia, a quien la galería Michel Soskine dedica la inauguración de su nuevo espacio madrileño. Villèlia formaría parte de lo que ya es una cierta tradición, quizá en medio de un arco tendido entre Ángel Ferrant (quien escribió de sus cosas) y Adolfo Schlosser, y que se prolongaría todavía hoy en Laura Lío. A mediados de los cincuenta, Villèlia comenzó a trabajar con cañas de bambú y, disponiéndolas en gráciles equilibrios, aprovechando la tensión de los varillajes o los ritmos compensatorios en el espacio de los leves pesos de los tallos, sacó una especie de canto, de poema. Lo más fácil sería asociar sus esculturas con Calder; pero precisamente su resonancia ideal, parecida a una música orgánica de fibra y aire, confiere a sus trabajos una cualidad singular, misteriosa, una ilusión, la de una conformación del viento en la foresta, lejos del dolor, de la duda, y tan exacta como ella.

Waldo Balart. Galería Guillermo de Osma. Claudio Coello, 4. Madrid. Hasta el 22 de julio.

Moisès Villèlia. Galería Michel Soskine Inc. General Castaños, 9. Madrid. Hasta el 4 de junio.

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