No miren al dedo
'El dedo de David Lynch' es una especie de Casablanca sórdida, una tropa memorable en cuya caracterización y diálogos brilla el autor
Un macguffin de manual, ya en la primera página, en la primera línea: “Encontraron un dedo en la arena”. Un pretexto para hacer avanzar la trama, y como todo buen macguffin acaba importando poco, incluso siendo innecesario, pues el interés de esta buena novela no está en ese dedo y las peripecias que provoca, sino en el paisaje humano que señala. Como en el viejo dicho del tonto y la luna, no se distraigan mirándolo, pues, aunque al final ese trozo de carne importe mucho, hay mucho que contar por el camino.
Que el dedo sea de David Lynch no solo es un capricho cinéfilo del protagonista: en los mejores momentos hay un aire lyncheano, entre alucinógeno y onírico, pues abundan los sueños, tanto nocturnos como despiertos, siempre inquietantes; y también la droga, el insistente “monte” (así llaman a la marihuana en la Venezuela de Fedosy Santaella) bajo cuyos efectos se mueven los personajes, experimentando el propio autor con efectos de escritura que transcriben con habilidad la percepción distorsionada.
A Chirimena, paradisiaco enclave caribeño, llegan Arturo y Mariana buscando su lugar en el mundo. Creen encontrar un rincón donde curarse de decepciones, sobre todo él, que lleva toda la vida instalado en “su rincón de misantropía”: en la Facultad se asqueó del impostado mundo literario. Después rechazó seguir los pasos de quienes se iban a Europa, a Barcelona, “jugando a Roberto Bolaño, a Manu Chao, al okupa, al sudaca sensible, al artista”. Frente a la tópica bohemia del literato emigrado, él elige una bohemia circense de la que también termina asqueado.
Que el dedo sea de David Lynch no solo es un capricho cinéfilo del protagonista: en los mejores momentos hay un aire lyncheano, entre alucinógeno y onírico
Su resentimiento (“el odio por causa de la estupidez generalizada”) impregna la novela toda, pues ni en la mitificada playa, donde esperaba vivir libre y alejado de todos, encuentra remedio a su amargura. Santaella llena la bella Chirimena con despojos humanos, tipos arrojados allí como restos de naufragio traídos por el mar, y bajo las nubes cannábicas late permanentemente la amenaza de una violencia hecha de viejos rencores y pecados por redimir. Una especie de Casablanca sórdida, una tropa memorable en cuya caracterización y diálogos brilla el autor.
Sobre todo en los personajes masculinos, pues en los femeninos hay menos acierto, siendo meras comparsas: empezando por Mariana, la pareja de Arturo, cuya única función parece ser darle buen sexo (ese es “su arte”, le dice el protagonista) y mantenerse enigmática en sus silencios, porque “las mujeres calladas y hermosas son terribles”, afirmación que se une a otras poco afortunadas que no sabemos hasta dónde son del personaje, del narrador o del autor. Con todo, una buena novela que, como los malabaristas que ahí aparecen, mantiene en el aire varias bolas narrativas sin que caigan, y las recoge todas a tiempo.
El dedo de David Lynch. Fedosy Santaella. Pretextos. Valencia, 2016. 272 páginas. 24 euros
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