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CRÍTICA / LIBROS

Editores y usureros

Javier Azpeitia recupera con libertad imaginativa los primeros años de la imprenta en 'El impresor de Venecia'

Si hacemos una lectura rigurosa del Renacimiento, los humanistas no sólo recuperaron los saberes griegos y latinos y, con ellos, un sentido de la vida en que el hombre fue considerado el centro de todas las cosas (con su cuerpo, su sentimiento y su razón). Los humanistas también inventaron el mercado, la especulación y la usura. En esta dualidad trabaja Javier Azpeitia (Madrid, 1962), que regresa con El impresor de Venecia a una fórmula bien asimilada en sus novelas anteriores: reconstruir un periodo histórico con libertad imaginativa, casi ensoñada y sutiles elementos de aventura. El impresor no es otro que Aldo Manuzio, de cuya imprenta nacieron algunos de los hitos de la edición moderna: la cursiva, el libro de bolsillo, la edición bilingüe en páginas enfrentadas. Además, Manuzio quizá fuera el primer editor literario, un humanista obsesionado con la recuperación del saber clásico en obras con rigor textual: de los “paganos prohibidos” Lucrecio y Epicuro, de Aristóteles, Aristófanes, Tucídides… y de otros libros clave para el desarrollo del Renacimiento, como Sueño de Polífilo, de Francesco Colonna. Como le pasaría hoy en día, esto no lo sacó de la precariedad: “La edición siempre estará en manos de comerciantes y de artesanos (…) Aldo no era nada de eso, y de ahí su íntimo fracaso”. Azpeitia ha elegido una época que refleja la nuestra con los grados justos de sublimación y esperpento. Recuperar los primeros años de la imprenta en el centro del mercado globalizado, la Venecia del siglo XV, apela a cosas conocidas. Por ejemplo, el desaforado personaje de Andrea Torre­sani, dueño de la imprenta y suegro de Manuzio, entronca con grandes personajes de la literatura (el impresor usurero Séchard de Las ilusiones perdidas) y con más de un editor actual. Y pervive aquella otra innovación de la Edad Moderna, fructífera para la literatura: una vez superada la visión teológica que enfrenta carne y espíritu, la fractura será entre la escritura y la vida.

Novela ambiciosa en su aparente sencillez, inventa un lenguaje difícil de fechar, a medias lengua de hoy y a medias “restauración”

Entre sus méritos, El impresor de Venecia, novela ambiciosa en su aparente sencillez, inventa un lenguaje difícil de fechar, a medias lengua de hoy y a medias “restauración”, sin caer en el kitsch de la novela histórica. A veces flaquea por un exceso de información que, sin duda, facilita una lectura didáctica, pero resta potencia y confianza al buen estilo de Azpeitia (uno de los riesgos de documentarse). Y mejora cuando se emancipa de la reconstrucción histórica y confía en el vuelo literario, como en los monólogos alucinados de algunos personajes: Pico della Mirandola, Erasmo. Sobre todo en el ralentí de las últimas horas de Manuzio. Azpeitia se libra en este capítulo final de querer demostrar su habilidad y alcanza lo que tantas veces pretende la literatura, borrar sus huellas, sonar clásica. Agridulce lectura de su tiempo y del nuestro, El impresor de Venecia localiza la muerte del libro, paradójicamente, con el nacimiento de la imprenta: “Hay tantos libros que son inabarcables. Ilegibles”.

El impresor de Venecia. Javier Azpeitia. Tusquets. Barcelona, 2016. 352 páginas. 19 euros

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