'House of Cards', ese culebrón con política
Si nos enganchamos a House of Cards no es por cómo refleja la política estadounidense. Eso es lo que nos quieren hacer creer. Es lo que House of Cards vende con su halo de profundidad y su factura impecable. En realidad a lo que nos hemos enganchado es al culebrón que subyace y que nos empuja a ver un capítulo tras otro. Si House of Cards es tan maratoneable es por la ansiedad por conocer el futuro de los Underwood, cuál será el siguiente giro loco de la historia y hasta qué cotas de maldad podrá llegar esta pareja.
Según pasan las temporadas, House of Cards ha decidido dejar de engañarse a sí misma y empezar a apostar abiertamente por su lado más culebronesco. No es algo necesariamente malo. De hecho, esta serie cuando mejor funciona es cuando más se deja llevar por esa vertiente. La cuarta temporada (que Movistar+ ha puesto a disposición de los espectadores completa para que se la racionen —o no, muchos la han devorado en un fin de semana o en dos, como mucho—) la recordaremos por varios momentos. Como ese capítulo cuatro (no diremos de forma explícita qué ocurre para los que todavía no han llegado ahí). O como ese desayuno varios capítulos después. O por un final, un nuevo golpe en la mesa de Underwood. De las temporadas anteriores también lo que recordamos son los WTF, las muertes, los tríos, los momentos en los que Shonda Rhimes parece tomar el control de la historia y colar ideas preparadas para Scandal en la serie de Netflix.
Por eso, tanto en la tercera entrega como, de forma más evidente aún, en la cuarta, House of Cards se ha rendido al culebrón, con una Claire Underwood en un plan tan desatado o más que su marido, sacando las uñas para lograr escalar posiciones y aprovechando la gran oportunidad que ve ante sí. Mientras, a Frank le persiguen los fantasmas del pasado, que amenazan con dar al traste con su ambición por aferrarse al Despacho Oval. Demasiados esqueletos en los armarios (o muertos en su conciencia, mejor dicho).
En una serie en la que, de vez en cuando, hay bajas notables, tiene que haber incorporaciones. En la cuarta temporada, las más notables han sido la madre de Claire, una fantástica Ellen Burstyn para una mujer fría y dura como la roca que no se corta al echar en cara a su hija sus errores; Neve Campbell, protagonista de Scream que trata de redirigir su carrera apareciendo en series de calidad como esta, Mad Men o Manhattan, y Joel Kinnaman, el Holder de The Killing, interpretando aquí al rival de Underwood por el Partido Republicano, un hombre que conoce la importancia de las redes sociales y de Internet y que, junto a su mujer y sus dos hijos, representa la perfecta familia estadounidense.
¿Y ahora, qué? ¿Le queda recorrido a House of Cards? Si la duda ya se planteaba una vez que Frank había llegado a la Casa Blanca, ahora, dos años después, está más justificada todavía. Y más cuando Beau Willimon, máximo responsable de la serie durante estas cuatro temporadas, abandona el barco. ¿Qué será de House of Cards? ¿Tiene sentido continuar? Quizá la maldad de los Underwood no tenga límites, pero House of Cards sí debería tenerlos, y quizá, solo quizá, ha llegado el momento de no alargar más de lo necesario la historia.
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