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ÉRASE UNA CANCIÓN
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

‘Losing My Religion’, la zozobra emocional de R.E.M.

La banda explotó comercialmente hace 25 años con este 'single' intimista

Michael Stipe en una image de la época de 'Losing my Religion'.
Michael Stipe en una image de la época de 'Losing my Religion'.

Fue un hit insospechado. Un glorioso anti single. Un triunfo que se presumía improbable, recabado al doblar la esquina -en apariencia- más prosaica, tras mucho tiempo llamando infructuosamente a las puertas del éxito mundial. Ni su sello estaba muy por la labor de editarlo como tema de adelanto. Tras varias temporadas de estribillos bombásticos, urdidos al calor de las college radios (radios universitarias norteamericanas) y rodados en grandes pabellones deportivos, una sencilla mandolina y un lamento sincero de aflicción sentimental -bajo ropaje de fe cuarteada, de tesón puesto a prueba en el reclinatorio- copaban todo el protagonismo promocional de un disco que parecía destinado (como así fue) a consolidar a R.E.M. como la gran maquinaria rock de alcance mundial en que prometían convertirse.

El caso es que algunas de las cartas que tenían en la manga parecían más ganadoras (Shiny Happy People, Near Wild Heaven, Radio Song), pero fue finalmente Losing My Religion la que les convirtió, hace justo 25 años, en la banda ante la que absolutamente nadie podía alegar desconocimiento. El tema que pulverizó su aura de grupo de culto, pasto de audiencias ingentes en los EE UU pero aún relativamente ignota al otro lado del océano, haciendo de ellos una marca de relevancia mundial y sinónimo de éxito masivo.

La primavera de 1991 estaba aún por desperezarse cuando el primer adelanto de Out Of Time (Warner, 1991) sacudió no solo las legañas al invierno, sino también la incredulidad de quienes quedaron fascinados por un videoclip repleto de alegorías religiosas (obra del cineasta Tarsem Singh), guiños a las pinturas de Caravaggio y al cine de Andrei Tarkovsky, y que la MTV difundió con denuedo durante meses. No le faltaron premios, claro. Su melodía, doliente y trascendente en un álbum generalmente jubiloso y de apariencia poco grave, dejaba -no obstante- un extraño poso de adherencia.

El guitarrista Peter Buck había estado trasteando con la mandolina, quizás ya cansado de los acerados riffs de guitarra que habían hecho del cuarteto un ente creativo en continuo crecimiento, alimentado por la inercia rock de álbumes tan notablemente vigorosos como Lifes Rich Pageant (IRS, 1986), Document (IRS, 1987) o Green (Warner, 1988). Y la determinación de Mike Mills y -sobre todo- Michael Stipe, hicieron el resto. Un Stipe que registró su prestación vocal en una sola toma: gran parte de su lacerante veracidad, que se antoja honesta y sin artificios, reside ahí. Y que se hartó de desmentir que su letra obedeciera a una pulsión religiosa, sino simplemente a un anhelo de amor no correspondido y rayano en la obsesión, por mucho que el giro sureño de la expresión (perder la religión como equivalente a caer en la desesperación) y su correlato visual pudieran llevar a pensar en un naufragio de la fe.

La canción obtuvo un par de capas de pintura: la primera en el Bearsville Studio A de Woodstock en septiembre de 1990, con el fiel Peter Holsapple (The DB's) tocando la guitarra acústica, y la segunda en los estudios Soundscape de Atlanta en octubre del mismo año, donde se le añadieron los arreglos de cuerda de la Atlanta Symphony Orchestra, bajo supervisión de Mark Bingham, y que eran tan comunes a la mayor parte del álbum, tan luminoso y cristalino. Disco de oro, número cuatro en los EE UU (el single de mayor éxito en su tierra) y uno en varios países europeos, Losing My Religion contribuyó a pavimentar el terreno por el que muchas bandas surgidas del underground norteamericano filtrarían sus argumentos hasta romper las barreras del mainstream. Ocho meses más tarde se producía el simbólico traspaso de poderes entre el Dangerous de Michael Jackson y el Nevermind de Nirvana en las listas. Y el resto ya es historia, incluido el exitoso órdago de los de Athens con el crepuscular Automatic For The People (Warner, 1992) -con un single de adelanto más inverosímil aún: Drive- y su reconversión filoalternativa y rebosante de guitarras ásperasen Monster (Warner, 1994).

Pocas primaveras, en todo caso, como aquella en la que R.E.M. esbozaban, entre lo desfallecido y lo exultante, una infinita esperanza en lo que estaba por venir. Y en la que aún no habían alcanzado su particular Everest.

Babelia

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