Hebe Uhart: “Quiero que me salgan plumas nuevas”
Salió de su zona de confort, la narrativa, para explorar las crónicas de viajes. “Se me agotaron las ganas de escribir ficción. No quiero volverme autómata”
Viajé mucho este año. Ocho viajes. Unos cortos y otros largos. Uno por mes, desde marzo a noviembre”.
Sentada ante la mesa de la sala de su departamento, en Buenos Aires, de espaldas al balcón en el que cultiva plantas y hace asados a los que invita a escritores amigos, casi siempre muy jóvenes, la escritora argentina Hebe Uhart enumera, en orden y desorden, los sitios a los que viajó durante 2015: Bogotá, Lima, Quito, Otavalo, Resistencia, Tucumán, Carmen de Patagones, un movimiento fuerte por regiones en las que siguió los rastros del tema que guiará su próximo libro de crónicas de viajes, De aquí para allá, que publicará Adriana Hidalgo en el segundo semestre de 2016: las comunidades indígenas. Eso que la corrección política llama “pueblos originarios” y que ella, al estilo uhartiano, llama “indios”.
—En Lima estuve con una pareja. Rebeca, una maestra peruana que se enamoró de un indio shipibo. Con ellos fuimos a visitar a una artesana que vivía en lo que en Lima se llama pueblo joven, que son nuestras villas miserias. Hacía cosas hermosas pero estaba un poco resentida, como las personas que están dispuestas a vivir en un lugar mejor. El indio shipibo, criado en la selva, contó que su mamá lo había dejado, porque el ritual en la selva es que tenés cinco hijos y dejás uno a la intemperie, y que el abuelo de la artesana lo había sacado y lo había criado, y él dijo en un tono normal: “Agradezco al abuelo de fulanita que me sacó”. Como quien agradece a alguien que te sacó de un atasco de autos. ¿Sí o no?
¿Sí o no?, preguntará muchas veces, como si la frase fuera a la vez una certeza y la necesidad de averiguar. Y eso, averiguar, es lo que ha estado haciendo en los últimos años, abandonando el cuento o la novela corta, ese terreno que maneja con destreza y que la puso en el lugar de “la mayor cuentista argentina contemporánea”, según el escritor Rodolfo Fogwill, para abrazar un oficio desconocido: la crónica de viajes.
“Noto una repercusión mayor de mi trabajo, pero no me da mucho placer. Tengo más vanidad con mis plantas que con eso”
—Yo empecé a hacer los viajes porque se me agotaron las ganas de escribir ficción y me pareció más revelador salir por el mundo a mirar. Pero si sigo haciendo viajes tengo que pensar qué es lo que hago. Porque no quiero volverme automática. Yo quiero que me salgan plumas nuevas.
Así, a una edad en la que muchos se entregan a la placidez que otorga el prestigio, esta mujer nacida en 1936 hizo el movimiento inverso y dejó todas sus certidumbres y comodidades para echarse a los caminos.
Nació en Moreno, un suburbio de la ciudad de Buenos Aires, y a primera vista su ADN podría describir la esencia de la argentinidad de clase media: hija de descendientes de italianos y vascofranceses, madre maestra, padre empleado bancario, un hermano mayor que fue cura y rector de un colegio católico, ella misma maestra.
Podría, si no fuera por algunos cortocircuitos: si no fuera por las visitas que hacía de niña, “para estudiarla”, a su tía María, “la tía loca”, que vivía en una casa que destrozó arrojando a las paredes baldazos de agua; si no fuera porque en la adolescencia empezó a vestirse de negro, a lavarse sólo con jabón para la ropa después de leer que “a los tibios los vomita el Espíritu Santo”; si no fuera porque empezó a estudiar filosofía a los 18 pero se enamoró de un hombre casado y, para sacárselo de la cabeza, se fue a vivir a Rosario, a cuatro horas de la capital, y terminó los estudios allí; si no fuera porque su hermano murió en un accidente de auto, a los 27 años, y porque esa fue la primera de varias muertes que seguirían con la de su padre, la de su tía María, que sumieron su casa en una opresión que la hizo huir con lo primero que pasaba por ahí, y lo primero que pasaba por ahí fue un hombre alcohólico.
—Ignacio. Empalmaba la borrachera de la noche con la de la mañana, empezaba el día con una copita. Después tuve otras parejas. Pero todos tenían show. Hombres con show. Y el show se paga.
—¿Qué son hombres con show?
—Son personajes y te fascinan por eso. Armando, de Tandil. Roberto, un administrador de consorcios que hubiera querido ser escritor. La parte intelectual funcionaba bien. Todo lo demás, un desastre. Él se iba con otras minas. Después volvía y me contaba. Eso me hacía sufrir.
Habla sin autoconmiseración, con el mismo tono modesto y despreocupado que usa en sus crónicas para decir que un cacique de la pampa le parece “medio turbio”, o cuando cuenta que la artesana de Otavalo le sonó “resentida”, un adjetivo que muchos se cuidarían de usar.
Alternó su vida de estudiante de filosofía con un trabajo como maestra de colegio primario en escuelas raídas por la carencia más plena. En 1962, por insistencia de un amigo, publicó los relatos que escribía desde adolescente en un libro llamado Dios, San Pedro y las almas, en una editorial pequeña que, como varias de las que la publicaron durante décadas, ya no existe. Le siguieron, entre muchos otros, Eli, Eli, lamma sabachtani (1963, Goyanarte); Camilo asciende (Torres Agüero, 1987), Mudanzas (1995, Bajo la Luna Nueva, 1997), Guiando la hiedra (Simurg, 1997), Señorita (Simurg, 1999). Su nombre, durante todos esos años, circuló entre lectores enterados pero escasos. En 2003 una editorial mediana y prestigiosa, Adriana Hidalgo, se interesó por sus relatos y publicó Del cielo a casa. En 2008 la misma editorial publicó Turistas. En 2010, cuando llevaba 16 libros escritos, Alfaguara publicó, en la colección en la que aparecen los cuentos completos de Faulkner, Nabokov, Cortázar, Fogwill, sus Relatos reunidos. Para entonces se decía, utilizando el adjetivo como un elogio, que su literatura era naif. Ella nunca estuvo de acuerdo, quizás porque nada hay menos inocente que su forma de mirar. “Naif, como si una fuera medio tarada”, decía en una entrevista años atrás. “Yo no soy inocente. Lo que sí tengo es esa veta medio optimista”. Su libro Un día cualquiera, de 2013, es el último que podría entrar en la categoría de ficción. Los 20 relatos de impronta autobiográfica culminan con un largo monólogo interior de una mujer donde Uhart capta sin complacencia ni desprecio el mundo de una persona común: “No suspendo el tiempo en función de algún hecho central en el que antes ponía todas mis fantasías; ahora es como si todo fuera importante e irrelevante a la vez. Y si el tiempo se ha adueñado de mí, me parece que me he hecho a la vez más dueña del tiempo. Ojalá que me dure”. En 2015, Carlos Pardo escribía en Babelia acerca de ese libro: “(…) cada frase de Hebe Uhart es una lección de cercanía y la evidencia de que es una de las mejores escritoras de nuestro idioma”.
“Hay una edad para todo y sé que mi culminación ya pasó. Me resigno a escribir lo mejor que pueda. Pero por ahí no puedo mucho”
—¿Notás una repercusión mayor de su trabajo ahora?
—Sí. Pero no me da mucho placer. Tengo más vanidad con mis plantas que con eso. Si alguien me elogia las plantas me pongo contenta. Pero si alguien me elogia los cuentos, no. Hay una edad para todo y yo sé que mi culminación ya pasó. Ahora me voy a resignar a escribir lo mejor que pueda. Pero por ahí no puedo mucho.
—¿No es duro saber que lo mejor que ibas a hacer en tu vida ya lo hiciste?
—Pero a mí me quedan cosas para ver.
Lo que lleva, una vez más, a ese movimiento que hizo que, pasados los 70 años, Hebe Uhart comenzara a tejer su propia versión de On the Road.
Siempre fue una gran viajera —se fue a los 19 en barco mercante a Ushuaia, a los 20 a Perú por tierra—, pero empezó a escribir crónicas de viaje en el suplemento cultural del diario El País de Montevideo, mientras daba clases como profesora de filosofía en la universidad, y en un taller literario que todavía dicta (y que es uno de los más codiciados de Argentina). En 2011, varios de aquellos textos fueron reunidos en Viajera crónica (Adriana Hidalgo), luego en Visto y oído (Adriana Hidalgo, 2012) y finalmente en De la Patagonia a México (Adriana Hidalgo, 2015). Pero si en las primeras crónicas se advertía cierta improvisación —llegaba a un pueblo cualquiera, hablaba con el primero que pasaba—, en Visto y oído y De la Patagonia a México se puede ver el recorrido con intención, las lecturas previas, aunque el método Uhart de ir donde la lleva el viento aparece una y otra vez, como cuando en la crónica sobre su paso por la feria de Guadalajara, incluida en De la Patagonia a México, le dice a una de las muchachas destinadas para asistirla que quiere visitar la casa de algún ciudadano común. La chica le ofrece ir a la de su abuela. Cuando llegan, Hebe le dice: “Qué casa cómoda”. Y la mujer le contesta: “Está mal construida”. Hebe le pregunta si tiene animales, y la mujer le dice que nunca le gustaron. Esa charla, en apariencia frustrante, le permite escribir una frase que resume toda su capacidad de observación: “Yo creo que está furiosa pero a la manera mexicana, o sea, con disimulo”. Ahora, su nombre circula por toda Latinoamérica, y la invitan a congresos y ferias de libros que terminan plasmados en textos como Azul: “En el congreso (…) escucho cosas un tanto desconcertantes, por ejemplo que después de Borges no podemos leer con inocencia, y no sé a qué se refiere, el que lo dice ni lo explica”.
—Su taller está muy requerido.
—Sí, porque la gente no discrimina. Como me volví medio famosa, quieren venir. Es medio fastidioso. Dicen: “Queremos estar con ella”.
—Pero es un buen momento para vos.
—Sí. ¿Viste mi balcón? Vení que te muestro las plantas.
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