Rosas y más
A veces me costaba entenderle, pero siempre me dejaba pensando. Se llamaba Umberto Eco
Sentí la obligación cultural (¿desde cuándo la cultura es una obligación?) de leer en mi juventud un ensayo de título sofisticado e inquietante: Apocalípticos e integrados en la cultura de masas. Y a partir de ahí, le seguí la pista a aquel señor italiano que sabía mucho de tantas cosas y lo expresaba inteligentemente. Bueno, a veces me costaba entenderle, pero siempre me dejaba pensando. Se llamaba Umberto Eco.
Y me resulta paradójico que este arrasara entre la cultura de masas con su primera novela. O sea, quedó integrado. El nombre de la rosa ha vendido más de 30 millones de ejemplares y posee sitio fijo en el Parnaso de los best sellers, ese género tan desdeñado por la intelectualidad y por el paladar de los lectores exigentes. Y era un libro que podía resultar duro de saborear. Entiendes que la intriga para descubrir los misterios de asesinatos muy perversos en una abadía medieval que llevan a cabo dos precursores de Holmes y Watson vestidos con hábitos enganchara a lectores de cualquier condición, pero también existen descripciones abrumadoras e hipercultas de temáticas como la filosofía, las religiones, las herejías, las plantas, los códices, la poesía. También del amor y el deseo, en uno de los retratos más hermosos y precisos que he leído nunca, la explicación que le ofrece la sabiduría de Guillermo de Baskerville al joven Adso sobre lo que siente este después de haber fornicado con la sensual pordiosera que será condenada a la hoguera por bruja.
Y me pregunto cuántos entre sus infinitos compradores se sintieron fascinados por El nombre de la rosa, o simplemente la adquirieron por estar de moda, por tirarse el rollo sobre un libro que parecía haber devorado todo dios. Y me decepcionaron o no pude acabar el resto de sus novelas. Pero siempre leí con admiración sus artículos, sus ensayos, sus críticas o sus impagables conversaciones con Carrière. Se ha ido uno de los imprescindibles.
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