Animal Collective, Coque Malla y Elton John
Tres discos, tres críticas, tres puntuaciones de los nuevos lanzamientos
EL DISCO DE LA SEMANA: Animal Collective - Painting With
Artista: Animal Collective
Disco: Painting With
Sello: Domino/Music As Usual
Calificación: 8 sobre 10.
Lo cierto es que, en un primer momento, puede sorprender que los estadounidenses Animal Collective citen como referencia el primer disco de Ramones (Ramones, 1976) a la hora de describir el camino seguido en su nuevo larga duración, este Painting With que ya tenemos entre manos. Luego, dándole vueltas al tema, uno empieza a vislumbrar extrañas coincidencias y descubre esas claves en algunas de las canciones de la mitad del disco. Porque lo que sí resulta francamente sencillo es entender que Animal Collective no son unos tipos corrientes y que jamás estarán más cerca de crear un disco de pop más directo y accesible que Painting With.
Cuando el cuarteto (ahora trío, al haber dejado a su compañero Deakin en barbecho) pasó de publicar en el sello experimental FatCat y decidió utilizar Paw Tracks para amigos y aventuras en solitario, la apuesta por la accesibilidad y el pop aumentó -dentro de lo razonable para una banda como ellos, claro está- y sus dos siguientes pasos les llevaron a la cima del pop alternativo mundial con la consiguiente y asombrosa influencia en toda una generación de artistas. Strawberry Jam (07) y el laureadísimo Merriweather Post Pavillion (09) tomaban caminos en los que experimentación y vocación pop se combinaban con eficacia dando como resultado piezas tan redondas como su mayor hit single hasta la fecha My Girls. Lo que vino a continuación era de imaginar para unos tipos como ellos: lanzaron el menos inmediato Centipede Hz (12), complicaron sus directos y apostaron por sus carreras en solitario, sacándose de encima el monumental peso del hype que cargaban sobre las espaldas. Pero han pasado ya casi cuatro años y Avey Tare, Panda Bear y Geologist han decidido que el sol debía volver a aparecer en sus canciones. Y aquí estamos, plantados frente a un disco soleado, fresco, veraniego y de una eficacia pop que pocas veces se traiciona a si misma. Cuarenta y cinco minutos entre la rítmica puntual de los Ramones, los habituales juegos armónicos vocales a la The Beach Boys y, por supuesto y por encima de todo, ese particular universo que solamente suena a ellos mismos. Las canciones le toman a uno de la mano y resulta fácil sorprenderse bailando o tarareando más de la mitad del nuevo repertorio. No tienen más que escuchar esa contagiosa FloriDada con la que se abre Painting With, cuya sencillez se convierte en toda una ventaja a su favor; la californiana Hocus Pocus, que bascula entre lo experimental y su cara más melódica; la rítmica “Vertical” que se sitúa entre más adictivo del álbum; la curiosa Lying In The Grass, para la que cuentan con la ayuda del mismísimo John Cale y de todo un Colin Stetson con su saxo desbocado; la acelerada y pegadiza National Selection -¿entienden ahora todo eso de los Ramones?- o Golden Gal, posiblemente uno de los temas más pop y clásicos de toda la carrera de Animal Collective.
Painting With es la constatación de que Animal Collective también tienen ganas de pasarlo bien y que apostar por el estribillo es algo que, aquí y ahora, les apetece. Si con ello vuelven a recuperar el corazón de muchos de quienes enloquecieron con ellos hace casi más de un lustro, mejor que mejor. Y la verdad, es muy posible que lo consigan. Para lo bueno y para lo malo, Painting With es la obra más convencional (¿he dicho convencional?) de la carrera de los de Baltimore. Si ustedes esperaban nuevos caminos, quizás tendrán que esperar una temporada, pero si lo que buscan son canciones que uno recuerde con cierta facilidad, esta vez Avey Tare, Panda Bear y Geologist se lo ponen en bandeja. Joan S. Luna
Coque Malla - El último hombre en la Tierra
Artista: Coque Malla
Disco: El último hombre en la Tierra
Sello: DRO - WARNER
Calificación: 8 sobre 10
Son solo veinticuatro segundos. Los iniciales. Pueden parecer asunto intrascendente, pero ellos, derramando instrumentación de cuarteto de cuerda con sobriedad clásica sin rastro pop, ejercen tanto de introducción a La señal (la suavemente trotona y adherente canción inaugural) como de aviso de las intenciones de Coque Malla (Madrid, 1969) en este disco, el quinto de estudio en solitario: levantar una “gran producción”. Porque la voluntad del ex Ronaldos ha sido la de rememorar la sónica majestuosa de la edad dorada del pop, cuando las orquestaciones eran moneda común. Tiempo lejano en el que grabar no era asunto baladí, ni había productor en su sano juicio que pudiera siquiera imaginar en sus peores pesadillas que en la habitación en desuso de un apartamento doméstico de setenta metros, y en pijama y chancletas, podía registrarse un álbum profesional, como comenzó a suceder cuando, desde mediados de los años noventa, los presupuestos de grabación se fueron achicando hasta que, dos décadas después, han descendido a lo ínfimo.
Sin embargo, a Malla le gusta perseguir imposibles: grabar lo más granado de su repertorio en compañía de una decena de vocalistas femeninas, en falso directo y con cámaras, o enfrentarse desde la heterodoxia salsera al repertorio de Rubén Blades… Ahora, haciendo caso omiso de la penuria, y con la ayuda esencial de su hermano Miguel (dirigiendo arreglos) y José Nortes (coproductor), se da el gusto de poner en pie secciones reales (no sampleadas) de vientos y cuerdas, y las emplea no como detalle colorista aislado en alguna canción, sino dotándolas de papel protagónico en gran parte de la obra.
En esa búsqueda del clasicismo pop de los años cincuenta y sesenta, hay temas (La señal, Santo, santo, El último hombre en la Tierra, Cachorro de león, las inmensas Me dejó marchar y Pétalos, sonrisas y desastres) que no habrían desentonado en el repertorio de los aplicados, a la par que imaginativos, compositores del Brill Building, pero aquí, por contraste, también late la conocida pasión del autor por la música negra, que se desata en Escúchame, el blues Todo el mundo arde o Cachorro de león. Del mismo modo, se agradece esa búsqueda de lugares poco frecuentados por él, como los aires circences de El último hombre en la Tierra, que recuerdan a The Doors y sus paseos por las fronteras del vodevil. Y el vodevil, precisamente, impulsa El cambio interior (que pareciera heredera de algunas de Rodrigo García y José María Guzmán, aunque Malla, militante musical convencido en la anglofilia, seguramente no sea consciente de ello), con una letra que se imbrica en los tiempos agitados que vivimos mientras contemplamos cómodamente la televisión, abogando, casi como en la filosofía de los manuales de autoayuda, porque los cambios comiencen por uno mismo. Texto sorprendente en el cancionero de quien tiende a la primera persona y al relato confesional, pero en este álbum, incluso, entona una plegaria por la felicidad colectiva en la inmensa Santo, santo.
Más allá de la loable búsqueda formal y de las dos orientaciones principales del disco (sinfonismo pop/negritud rock), Malla tiene bien marcada su forma de componer, su reconocido dominio de la melodía, siempre aposentada sobre estructuras de quien se ha educado en el rock pero tiene sed y sabe que las fuentes de las que beber son muchas. Queda un álbum de vocación intemporal con el que continúa su pertinaz búsqueda de la belleza estética y el calor emocional. Juan Puchades.
Elton John - Wonderful Crazy Night
Artista: Elton John
Disco: Wonderful Crazy Night
Sello: Virgin / EMI
Calificación: 5,5 sobre 10
Desde su chillona -y estéticamente dudosa- nueva portada, Elton John saluda con ánimos renovados. Abiertamente risueño, armado con una de sus inenarrables gafas y respaldado por un amasijo de colores vivos, que se desparraman sobre el lienzo. La estampa es tan jubilosa como aparentemente espontánea, como si estuviera captada al vuelo, algo que refuerza visualmente el sesgo de vivacidad que un título como Wonderful Crazy Night sugiere. Y lo cierto es que el envoltorio es plenamente acorde con su contenido: grabado en tan solo 17 días en Los Angeles, en compañía de su banda de directo, las diez canciones que integran el trigésimo segundo álbum de su carrera desvelan su veta más desenfadada de la última década, tomando distancia del sesgo crepuscular que latía en sus últimos trabajos. Tanto su alianza con Leon Russell en The Union (2010) como el posterior The Diving Board (2013) eran trabajos solemnes, dotados de la gravedad propia de un compositor que, enfilando hacia las setenta primaveras y con la mochila sobrada de excesos escénicos y vaivenes creativos a través de más de cuarenta años, afrontaba la madurez en paz consigo mismo y sin asumir estridencias. Al igual que en aquellos dos trabajos, es de nuevo el inveterado oficio de T-Bone Burnett el que sustenta la producción. Y aunque el desmarque respecto a aquellos dos precedentes no sea considerable, sí que se advierten aquí las ganas de imprimir vivacidad y cierto sentido de urgencia a su cancionero, rematado por una voz que suena ajada pero curtida, tan macerada por los años que su investidura de respetabilidad se ve aún reforzada. Bernie Taupin repite, por cierto, en su rol de partenaire compositivo del británico, aunque esto prácticamente no sea noticia después de tantos años de fértil alianza.
El tema titular o In The Name of You, con esos teclados rebosantes de groove, son buenas muestras de que el Elton John de 2016 suena más directo, aunque eso ni mucho menos redunde en que este álbum sea terreno abonado para singles de cierto impacto (ni falta que le hace, si recordamos que cosas como Sacrifice aún puntúan entre sus logros más comerciales). Denota esta nueva hornada de canciones también su querencia más explícita por la americana, entendida en su sentido menos restrictivo: Claw Hammer es un cumplidor medio tiempo con barniz countrypolitan, al tiempo que baladones como Blue Wonderful o I've Got Two Wings enlazan también, de forma más sobria y diáfana, con el country y el folk respectivamente. Esta última evoca la ignota figura de Elder Utah Smith, el reverendo que se convirtió en prócer de la guitarra eléctrica en los años 40. Pese a ese receso que ambas concretan -y que marca su ecuador- y a alguna otra de sus baladas canónicas, como A Good Heart (en la que el volumen de sacarina está al borde de demandar un chute de insulina), si por algo se recordará este trabajo es por aquellos momentos en los que la fibra del rock and roll clásico reclama de nuevo el primer plano, aunque lo haga al servicio de melodías tan medianas que apenas pueden rescatarse los paralelismos con obras mayores como Honky Château (72) o Don't Shoot Me, I'm Only The Piano Player (1973) más que desde un punto de vista estrictamente formal. Es lo que ocurre con las animosas Looking Up o Guilty Pleasure, en las que la bienvenida efervescencia de su piano apenas alcance para reiterar aquello de que cuando la inspiración ni mucho menos rebosa, el oficio permanece. Y es que esa es la mejor óptica posible para encajar un trabajo de artesanía ligera, más que de arte mayor, aquel que tanto frecuentó. Carlos Pérez de Ziriza.
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