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CRÍTICA / LIBROS

Eterna perplejidad

Desconcertante en su dispersión, 'Cronomoto' es un vehículo para el humor y la humanidad del pensamiento de Vonnegut

Patricio Pron
Kurt Vonnegut
Kurt Vonnegut.Oliver Morris (Getty)

“Mientras estuviera garabateando su libreta con un bolígrafo y la cabeza gacha, podía olvidar toda la mierda de la vida”, dice Kurt Vonnegut Jr. acerca de J. Kilgore Trout: es decir, acerca de sí mismo. Un supuesto encuentro en 2001 le sirve para una conversación con su alter ego habitual acerca del “cronomoto” (traducción literal aunque algo cacofónica del timequake original), el extraño espasmo del tiempo que tiene lugar el 13 de febrero de 2001 y obliga a los seres humanos a repetir todas sus acciones desde el 17 de febrero de 1991, desde echarse una sopa en los pantalones a escribir un relato, en la novela que Vonnegut, en 1996, a sus 74 años, no pudo o no quiso escribir.

Vonnegut (1922-2007) no pudo convertir su (brillante) idea en una novela; pero, gracias a ello, Cronomoto es algo más interesante: un vehículo para el humor y la humanidad de su pensamiento. No importa si el tema es el teatro y el destino, la práctica cada vez menos habitual entre escritores de descartar los cuentos fallidos, la psiquiatría, la Segunda Guerra Mundial (que llama “el segundo intento frustrado de suicidio de la civilización occidental”), su hija de 13 años, la (discutible) diferencia entre escritores “martillo” y “flecha”, la enfermedad y la muerte de sus hermanos, George Bernard Shaw, el humor a costa de los más débiles o la amistad, la perplejidad del autor ante el mundo y la vida es la misma que está presente en toda su obra y, como en Que levante mi mano quien crea en la telequinesis y otros mandamientos para corromper a la juventud (publicado por Malpaso en 2014), prescinde de una historia para sostenerse.

En ese sentido, Cronomoto es un texto heterodoxo y esencialmente digresivo; tiene cuentos magníficos (el de la tripulación de un bombardero estadounidense juzgada por haberse negado a arrojar una tercera bomba atómica, el del descubrimiento del bingo por parte de la jerarquía nacionalsocialista en el búnker de Berlín, etcétera), pero resulta algo irritante en su dispersión y posiblemente sólo sea capaz de suscitar interés en los fanáticos. Sin embargo, es un desayuno eficaz para comenzar un día de platos más sustanciosos como Matadero cinco o Cuna de gato, esas “peculiares combinaciones horizontales de 26 símbolos fonéticos, 10 cifras y unos 8 signos de puntuación con tinta y sobre pulpa de madera blanqueada y alisada” con las que Vonnegut hizo felices a sus lectores antes y después del seísmo temporal que imaginó y no pudo convertir en una novela.

“Es inconcebible”, afirma aquí, “que un mero cerebro humano, apenas un desayuno para perros, un kilo y medio de esponja empapada en sangre, pueda componer por sí solo Stardust y, mucho menos, la Novena sinfonía de Beethoven”; su consejo es, pues, creer en milagros como el de la palabra escrita. Al fin y al cabo, “todas las personas vivas y muertas son pura coincidencia”.

Cronomoto. Kurt Vonnegut. Traducción de Carlos Gardini. Malpaso. Barcelona, 2015. 235 páginas. 19 euros

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