En la novela-todo
En 'Los niños muertos', Richard Parra sabe manejar la concisión al servicio de la abundancia. Se lee con la impresión de estar ante un relato más complejo y largo
La novela es la gran ballena blanca de la literatura. La novela emergió experimental y magnífica y desmedida en Don Quijote y desde entonces no ha dejado de aparecer y desaparecer en el horizonte. Cada vez que la novela se sumerge en profundidades invisibles, tan a su capricho como Moby-Dick, hay teóricos y expertos que se apresuran a decretar su muerte, o al menos su definitiva obsolescencia. A la novela, para desdeñarla, se le suele añadir el adjetivo de “decimonónica”. Con ese término parece que se alude a un armatoste rancio que se fabricó en serie durante el siglo XIX, y que a pesar de su obstinado anacronismo no hubiera dejado de procrear lamentables imitaciones en el XX. Pero desde Balzac y Jane Austen hasta la vejez de Flaubert y de Tolstoi, cada gran novela de ese siglo es un experimento y un logro singular, que se parece muy poco a otras novelas, y que explora zonas diversas de la experiencia y del lenguaje. Incluso cada uno de los mejores novelistas cambia de un libro a otro, a veces radicalmente. Después de Madame Bovary, que fue para Flaubert un empeño de encontrar una forma nueva, intentando contener al máximo sus anteriores desbordamientos expresivos, lo que vino fue Salambó, y después los otros quiebros sucesivos de La educación sentimental y Bouvard y Pecuchet. Cada novela de Eça de Queiroz es distinta de las anteriores, y en cada una de ellas la lengua portuguesa está sometida a la tensión de las influencias recibidas en francés y en inglés por ese gran lector políglota de la literatura europea.
Lo mejor de la novela es que consiente cualquier metamorfosis, que se adapta a cualquier propósito, incluso a la parodia y hasta la negación de ella misma. Hace unos meses, de visita en Madrid, Salman Rushdie hablaba de la diferencia entre las novelas-todo y las novelas-casi-nada: las que parece que quieren abarcar el mundo completo, en todo su ruido y su furia, y las que se concentran en muy poco, en un número escaso de páginas y de personajes. La novela-todo, por su envergadura con frecuencia enorme, parece la especie más en peligro de extinción, un cetáceo acosado. Los entendidos aseguran que en esta época de atención limitada ya no hay sitio para esas novelas, pero da la casualidad que algunas de las de más resonancia en los últimos tiempos han sido obras de exageradas dimensiones. Javier Marías culminó los tres volúmenes de Tu rostro mañana, Edward Saint-Aubyn los cinco de las novelas de Patrick Melrose, y Karl Ove Knausgård necesitó seis para contar toda la novela río de su vida. Hace unos meses se publicó en Estados Unidos City on Fire, de Garth Risk Hallberg, un formidable novelón de casi mil páginas sobre los peores tiempos del derrumbe de Nueva York en los años setenta.
La novela es el arte de crear en el lector la impresión de que está viendo con sus propios ojos el mundo tal como es
Hay un logro más raro todavía: comprimir una novela-todo en una novela-casi-nada. Lo hace Alice Munro en Demasiada felicidad, que es una larga novela rusa resumida en poco más de cincuenta páginas. Lo acaba de hacer el novelista peruano Richard Parra en Los niños muertos, una historia de doscientas ochenta páginas en formato mediano e impresa con letra grande que se atraviesa con la impresión de estar adentrándose en un relato mucho más complejo y más largo, una de aquellas novelas que nos asombraban cuando descubríamos la literatura de América Latina. Antes de Los niños muertos, la valerosa editorial Demipage había publicado un volumen con dos novelas cortas de Parra, Necrofucker y La pasión de Enrique Lynch. Yo lo había descubierto años antes con un libro de cuentos fulgurantes, Contemplación del abismo.
Parra tiene ese talento para urdir narraciones pegadas a la realidad política e histórica y a la lengua hablada de su país que parece un don particular de los escritores peruanos. Viene de Arguedas y del Vargas Llosa imborrable de La casa verde y Conversación en la Catedral, pero forma parte de una generación que ha reciclado esos aprendizajes en una especie de vocación colectiva de contar el ahora mismo y el ayer reciente del país en novelas que tienen una veracidad y un arraigo de crónicas y al mismo tiempo un extraordinario vuelo narrativo. Pienso en Carlos Yushimito, en Claudia Salazar, en Juan Manuel Robles, o en el ejemplo algo anterior de Jorge Eduardo Benavides con Un millón de soles.
‘Los niños muertos’ sucede en dos tiempos y dos mundos distintos, en un juego de contrapunto que sirve para alumbrar el discurrir histórico que arrastra a quienes han de sobrevivir en los márgenes, en la pura miseria o a un paso de ella, en los trabajos precarios, en la incertidumbre y el desamparo frente a la violencia. Una barriada de viviendas ilegales junto a un vertedero, en las afueras de Lima, hacia los años ochenta; un pueblo serrano del interior del Perú, una generación antes. Entre un lugar y otro, una época y otra, los hijos y nietos de quienes malvivían trabajando en la agricultura, cultivando un poco de tierra o sometidos al poder feudal de los hacendados, intentan abrirse camino desde los descampados y los basureros de la capital. En la conciencia alerta del lector se van ordenando los hilos de la trama. Parra sabe manejar la concisión al servicio de la abundancia: su novela está poblada de personajes y de voces, cada personaje, hasta los más pasajeros, perfilado con exactitud de dibujo rápido, con un nombre y una historia resumida a veces en una o dos líneas, con el respeto hacia los seres humanos que forma parte de la mejor tradición de la novela; y cada voz del todo individual, captada con un oído que es inseparable de la intuición poética.
Hay un logro más raro todavía: comprimir una novela-todo en una novela-casi-nada, como hace Alice Munro en Demasiada felicidad
Un mundo de pobreza y extrema violencia es visto a través de la mirada y la conciencia de un niño. Niños, mujeres, trabajadores pobres, gente marginal, son casi siempre víctimas y algunas veces verdugos en un ciclo incesante de injusticia y crueldad agravado por el alcohol y la jactancia masculina y estéril. En medio de una exasperación social sin remedio, la novela resalta la singularidad de los destinos individuales y los caracteres, se concentra en la observación de lo concreto, la textura de los trabajos adultos y los juegos infantiles, los nombres de los alimentos, el detalle mínimo que retrata una atmósfera. La escritura tiene una desnudez cercana a Juan Rulfo, una progresión de urgencia y de fatalidad. El acto de contar está muy presente en la novela, la ficción como huida y refugio: los cuentos orales de miedo, las telenovelas, las leyendas fantásticas. En un momento dado alguien que probablemente no sabe leer ni escribir cuenta una historia de fantasmas y lo que está contando es Otra vuelta de tuerca. Una costurera que se gana la vida vendiendo ropa por los mercadillos ve telenovelas venezolanas y está leyendo una novela que se llama Cumbres borrascosas. Contar la vida es reflexionar sobre el lugar que tienen en ella los relatos. Richard Parra no necesita espesar el suyo con subrayados ideológicos para denunciar el infortunio, la violencia o la sinrazón. La novela es el arte de crear en el lector la impresión de que está viendo con sus propios ojos el mundo tal como es.
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