Plegaria
Hay artistas que impremeditadamente te salen al paso y cambian el rumbo de tu visión y, por tanto, de tu vida. Uno de ellos fue para mí, sin duda, Balthus

Hay artistas que impremeditadamente te salen al paso y cambian el rumbo de tu visión y, por tanto, de tu vida. Uno de ellos fue para mí, sin duda, Balthus, nombre artístico de Balthasar Klossowski de Rola (1908-2001), cuya obra conocí en directo, por primera vez, según creo recordar, en París, el verano de 1971. Era ya una figura consagrada, pero lo suficientemente secreta como para pasar desapercibida para el gran público. Esta mi primera visión fue fugaz y parcial, pues lo atisbé a través de un dibujo suyo, que representaba una niña en trance de convertirse en adolescente, que posaba en una silla con lánguida despreocupación, pero con una fuerte carga erótica. Sin adentrarme en más detalles, este ligero visaje me convirtió desde entonces en un adicto a la obra de Balthus, al que le fui reencontrando posteriormente casi siempre como por sorpresa y con parecido efecto convulsionante. En este sentido, recuerdo la emoción inesperada de enfrentarme con su obra, una tarde de junio de 1980, con motivo de la exposición monográfica que se exhibió en la Scuola Grande de San Giovanni Evangelista de Venecia, pero también con la retrospectiva que se exhibió en el Reina Sofía de Madrid a comienzos de 1996, aunque, en esta ocasión, de forma menos abrupta, porque tuve el honor de escribir un texto para el catálogo de la misma. En fin, apenas hace menos de un mes, paseando por Roma, me encontré de bruces, en las Scuderie del Quirinale, con un cartel anunciador de una magna muestra de Balthus, completada por otra en la Villa Médici, sede de la Academia de Francia, ambas abiertas hasta el fin de enero de 2016, primera etapa de un recorrido que continuará en el Kunstforum de Viena.
En una carta a su amada Antoinette de Watterville, fechada en 1933, Balthus escribió lo siguiente: “Yo quiero gritar a plena luz, con sinceridad y emoción, toda la tragedia palpitante de la carne, proclamar a voces las leyes inmutables del instinto. Quiero volver así a un arte pasional. ¡Qué se mueran los hipócritas!”. En 1938, Albert Camus, en un hermoso ensayo, Nupcias, donde calificó a los pintores como exclusivos “novelistas del cuerpo”, exaltaba cómo estos nos proporcionaban “la doble verdad del cuerpo y del instante en el espectáculo de la belleza”, gracias a cuyo efecto, a través del testimonio de los pintores del primer renacimiento toscano, “con una mezcla de ascetismo y placer” (…), “el hombre, al igual que la tierra, se define a medio camino entre la miseria y el amor” (…), con lo que “un rostro llega a alcanzar la grandeza mineral de un paisaje”.
En una entrevista concedida a Françoise Jaunin en 1999, Balthus resumía el sentido de su obra como una “plegaria”; o sea: esa oración en el que el cuerpo se pliega como las muchachas púberes o impúberes del pintor. Una oración intemporal para fijar el instante revelador; una ética sobre cualquier moral, esa locura del día; la actitud, en fin, del arte.
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