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Azogue

¿Qué sería de la pintura holandesa sin la elocuente mirada que sobre ella nos dejaron impresa los poetas?

'Standar Bearer', de Eugène Fromentin (1860-1865).
'Standar Bearer', de Eugène Fromentin (1860-1865).

¿Qué sería de la pintura holandesa sin la elocuente mirada que sobre ella nos dejaron impresa los poetas? Pienso ahora, entre otros muchos, en quienes plasmaron sus impresiones en ensayos reveladores, como el del pintor-escritor Eugène Fromentin (1820-1876), que publica el mismo año de su muerte Maestros de antaño, en el que, por primera vez, de manera sistemática y polémica, se analiza estéticamente el peculiar valor de la pintura holandesa del XVII, o el que sacó a la luz pública, 80 años después, en 1946, Paul Claudel (1868-1955) con el sugerente título El ojo oye (Vaso Roto), según la reciente versión castellana ahora disponible, o, en fin, los que escribieron el polaco Zbigniew Herbert (1924-1998), Naturaleza muerta con brida, o el español Ramón Andrés, El luthier de Delft, estos dos últimos también publicados en nuestro país en fechas todavía próximas. Concebidos desde muy diferentes puntos de vista, todos ellos tienen en común supeditar la erudición al ensanchamiento de nuestra visión sobre ese extraño fenómeno artístico que supuso la pintura holandesa del XVII ante nuestros atónitos ojos contemporáneos.

Pero ahora mismo hay que celebrar la recuperación de El ojo oye, de Claudel, con esa su sintaxis barroca que engarza un rosario de agudas y poéticas cuentas fulgurantes al hilo de una alada contemplación de los maestros holandeses. El mismo título, al margen de expresar la complicidad sinestética entre dos sentidos que mutuamente se alertan, nos exige prestar atención sobre unos cuadros que se apoderan de nosotros con el susurrante clamor de una llamada, que luego anima y guía la perspicacia de nuestros ojos analíticos. Sí; posiblemente, el oído precede a la mirada al crear expectativas invisibles, como un soplo o un aliento aún inescrutados, pero, sobre todo, crea el silencio, que es mágico, porque las aumenta. A esa creación Claudel la llama “magia bátava”, para describirla a continuación de la siguiente manera: “Creo, en efecto, que entenderíamos mejor los paisajes holandeses, esos temas de contemplación, esas fuentes de silencio, que deben su origen menos a la curiosidad que al recogimiento, si aprendiésemos a prestarles oído al mismo tiempo que por los ojos alimentamos nuestra inteligencia con ellos”.

Ya antes que Claudel, Fromentin nos había advertido cómo estos maestros holandeses nos habían revelado el tesoro de lo íntimo, ese formidable universo escondido entre lo que pasa cuando no pasa nada, pero aquel nos requirió para captar su “melodía transversal”, amasada más por susurros que por gritos, fondeando siempre en lo “sobrentendido”, aquello que, sin decirlo, sostiene el mundo. Pero hay más, como cuando Claudel, una vez ya, y, por fin, avistado Vermeer de Delft, acierta al comprender su sentido cristalino y nos lo dice: “Lo que me fascina es esa mirada pura, desnuda, esterilizada, aclarada de toda materia, de un candor en cierto modo matemático o angélico, o digamos, sencillamente, fotográfico, pero ¡qué fotografía! en la que este pintor, recluido en el interior de su lente, capta el mundo exterior”. Es esta la pureza del ideal nunca por completo alcanzado, porque de suyo es inalcanzable, aunque visto con la lente del azogue brille más y le lleve a conjeturar al católico Claudel que ahí mismo está el cielo, y al resto de los incrédulos mortales, ese anhelo de perfección refractaria que llamamos arte, de estruendoso clamor auditivo apenas entrevisto.

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