El calendario de Adviento y otras sorpresas
Joaquín Estefanía, Fèlix Martínez y Jordi Oliveres trazan perfiles certeros del estado de nuestras cosas
Asisto a la reunión del comité central (con almuerzo prenavideño) de la semiclandestina Apelano (Asociación para elegir libremente al autor de nuestro obituario), de la que soy miembro fundador desde el llamado Congreso del Llar (2013). Entre las actividades recreativas propuestas se llevó a cabo una “porra” —muy bien dotada económicamente— sobre los resultados de las próximas elecciones generales. Para desolación general, en todas las apuestas aparece como ganador el partido del señor Rajoy, aunque el número de escaños que se le atribuyen oscila entre 143 y 127; no les digo nada del finalista, en el que las coincidencias son menores. Comida copiosa, brindis con espirituosos y a esperar no morirse el próximo año: nadie desea un obituario apresurado y tontiloco. La posterior digestión del ágape, pesadísima, hizo su efecto, y durante la siesta tuve una pesadilla que me apresuro a contarles. Alguien sin identificar (quizás un yihadista esquizofrénico) me regalaba un calendario de Adviento, cuyas ventanitas yo iba abriendo una a una para descubrir que, en vez de la tradicional imagen navideña, lo que había tras cada una de ellas era un retrato de Rajoy dirigiéndome un gesto humillante: en una me hacía la higa, en otras la butifarra o corte de mangas, en las de más allá, la peineta (ya consagrada por los emoticones de WhatsApp), o me ponía los cuernos, o me sacaba la lengua, o la apretaba contra el interior de su carrillo (en plan tongue-in-cheek), o juntaba el pulgar y el índice ante de sus labios en ademán de hacer una pedorreta; en fin, toda una panoplia de ultrajes y vituperios gestuales a cargo del responsable del Ejecutivo. Por cierto que, tras la última ventanita, la que tendría que corresponder al feliz momento del Nacimiento, la escena del belén estaba formada por un trío diferente al del Niño y sus padres (terrenales): estaba, sí, Rajoy, pero a su lado estaban otros dos candidatos cuyo rostro no pude distinguir del todo. En todo caso, lo importante es que, antes de votar, recordemos los últimos cuatro años y a sus protagonistas. A mi me está ayudando bastante el tremendo balance que traza Joaquín Estefanía —que siempre ha dejado muy claritas las cosas de la economía— en su nuevo libro Estos años bárbaros (Galaxia Gutenberg) y, de modo especial, en el brillante capítulo ‘España: la bella y la bestia’. Además, no me están viniendo mal las calas que vengo haciendo en Los intocables. Pocos, poderosos e impunes (Debate), de los periodistas catalanes Fèlix Martínez y Jordi Oliveres, en el que se pasa revista —dejando a un lado la tentación de lo que los italianos llaman dietrologia, es decir, las teorías de la conspiración— a los centros de poder financieros, políticos y mediáticos que tanto tienen que ver en el actual estado de nuestras cosas. Y que no gane el peor, porfa.
Historiadores
Leo en El historiador consciente (Marcial Pons y UAM), el apropiado título del homenaje colectivo al maestro de historiadores Manuel Pérez Ledesma, el estupendo artículo de Isabel Burdiel Lo que las novelas pueden decir a los historiadores. Desde mi época de estudiante, cuando maestros como José María Jover (¿cómo olvidar su lectura de Míster Witt en el cantón, de Sender?; en Castalia) nos mostraban el modo en que la literatura podía llegar adonde no podía hacerlo la historia (emociones, mentalidades, sentimientos), no he dejado de ver en la creación literaria de una época (y no solo en la novela) un balcón privilegiado a su Zeitgeist. Como ocurre en Galdós y en DeLillo, por ejemplo. Lo recuerdo mientras la relectura de El sí de las niñas (reedición en la RAE, junto con La comedia nueva, de la edición que Jesús Pérez Magallón hizo para Crítica en 1994) y el recuerdo de la recientemente visitada exposición Goya: The Portraits en la National Gallery (si van por Londres no se la pierdan) me sumergen en la melancolía por aquella Ilustración española (“¡Vivan las luces!”) que no pudo ser. Pienso en el estreno (1806) de aquella pieza admirable sobre costumbres contemporáneas (que Galdós, por cierto, noveló en La corte de Carlos IV, 1873) y en los recelos que suscitó su tímida crítica. Pienso también en el magnífico retrato de Jovellanos (1798) del pintor aragonés y en el que el genial reformador (nada que ver con Rafael Catalá, su sucesor en Justicia dos siglos más tarde) apoya la cabeza en la mano, según la pauta impuesta por la Melancolía (1514) de Durero. Y en tantos hombres y mujeres privilegiadas de entonces (como la Condesa-duquesa de Benavente) que levantaron el estandarte de la Ilustración en aquella España en la que ya empezaban a abundar los cabreros, como luego dijo Gil de Biedma. En cuanto a Leandro Fernández de Moratín, de cuya La derrota de los pedantes (en la que los buenos escritores arrojan a los malos del Parnaso) sigo esperando un remake contemporáneo, su talante, cuando ya sabía lo que valía el peine de la reacción antiilustrada, queda perfectamente reflejado en el brillo irónico de esa mirada que tan bien captó Goya en su retrato de 1824 (Museo de Bellas Artes de Bilbao).
Nueva York
La (todavía) capital del mundo (o, al menos, de cierto mundo), la ciudad que nunca se despierta con el mismo skyline de la víspera, contada y desnudada por los que allí viven o han vivido. Nueva York: historia de dos ciudades (Nórdica), recoge, introducidos por Antonio Muñoz Molina, ficciones y no ficciones, relatos, crónicas y fragmentos de memoria a cargo de 30 escritores fascinados o renuentes, que, en conjunto, conforman un fresco suficientemente completo de dos ciudades en una: la de los opulentos y la del enorme resto de los que están lejos de serlo. Lo mismo hace en exclusiva, aunque más oblicua y autobiográficamente, Elvira Lindo en su memoir Noches sin dormir (Seix Barral), que puede leerse, a la vez, como elegía (literaria y fotográfica) a la ciudad de la que se despide (y en la que ha completado su periplo de escritora), y como homenaje a su marido, a quien devuelve a su manera la confesión amorosa que éste le había hecho en su novela Como la sombra que se va (Seix Barral, 2014); y también como homenaje póstumo a un padre, cuya ausencia se manifiesta como herida y recuerdo constante. El suyo es el Nueva York de una curiosa, sensible e inteligente vecina del Upper West Side que no se conforma con la superficie de la ciudad, sino que examina y juzga lo que le rodea y aprende de lo que ve y escucha (en bares, restaurantes y garitos de jazz) de sus gentes. Un diario de despedida y cierre (¿un luto?) compuesto, como ceremonia de interior, en los meses heladores de Nueva York y, a la vez, una celebración melancólica de la vida de expatriada a cargo de una escritora que crece cuando se confiesa.
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