Escribir a mano
Quizás sólo lo que está escrito a mano es un retrato fidedigno de su autor
Ya casi nadie escribe a mano y las caligrafías son cada vez más complejas de descifrar, igual que ocurre con esos viejos documentos del siglo XVI o hasta del XIX, cuyas palabras adquieren a ratos el estatus de jeroglífico para los no iniciados. Ahora, prendidos de Internet, entre móviles, tablets y correo electrónico, son pocos los que escriben cartas manuscritas o garabatean en las agendas de mesa, y me pregunto incluso si en las escuelas se seguirán haciendo los viejos ejercicios de otras épocas, modelando el pensamiento junto con la letra que, pese a todo, no siempre entra con sangre; repitiendo los bucles de las mayúsculas, los acentos, las comas…; delineando con esmero, recuperando en el acto de hacerlo cierto acento artesanal hoy perdido en cada lugar de la existencia.
Recuerdo, por ejemplo, que en mi escuela, durante mi infancia y a destiempo, estaban prohibidos los bolígrafos, usados sin embargo por mis coetáneos en otros colegios. Nosotros, siempre presos de una disciplina férrea, escribíamos con un anacrónico plumín que se mojaba en un tintero incorporado al banco y el cuaderno de rayas de dos grosores era a menudo víctima de una mancha indiscreta, causa de amonestaciones y castigos durante los cinco primeros años de aprendizaje. Y, pese a todo, escribir tenía entonces algo de dibujar, ya que una letra bien escrita tiene mucho de letra bien dibujada, de invención, de juego, de experimentaciones. Plumines afilados y letras armoniosas: se trataba de un malabarismo perverso que se ha disuelto con los años, dejando a su paso trazos indescifrables, palabras cortadas, sincopadas, difíciles de descifrar incluso para los autores. Letras que se entumecen, como la propia mano; que se solapan unas con otras como las arrugas en el rostro. Además, la pantalla del ordenador es una tentación constante, un juez severo, sobre todo, pues permite alejarse del texto mientras se va redactando. Allí, mientras las palabras aparecen sobre la pantalla, ofrecen la ilusión de haber sido escritas por otro.
Escribir tenía algo de dibujar, ya que una letra bien escrita tiene mucho de letra bien dibujada, de invención, de juego, de experimentaciones
Sin embargo, quizás sólo lo que está escrito a mano es un retrato fidedigno de su autor; quizás estamos presentes de verdad sólo en lo que escribimos a mano y tal vez por eso son muchos los escritores que siguen usando la pluma para narrar o, al menos, para tomar las primeras notas para la futura narración. Luego, cuando llega la hora de las correcciones, todos regresan a la pluma y garabatean los márgenes con signos, igual que el juego de dados de Mallarmé, tachado y corregido, en busca de los huecos entre versos, espacios elocuentes en un alarde brillante de caligrafía.
En la Biblioteca Nacional han hecho un homenaje a la caligrafía en nuestro país —Caligrafía española. El arte de escribir—. Y a los calígrafos, autores que reflexionan sobre las letras y, más aún, sobre el aprendizaje, siempre cien pasos por delante del vulgar copista. Es una delicia de exposición, comisariada por José María Ribagorda, donde se han recopilado utensilios, láminas, tipos de letras, libros…, entre otros, el Arte sutilissima, por la qual se enseña a escreuir perfectamente, primer manual de escritura en España, editado en 1548 y en las colecciones de la propia Biblioteca. Son letras que de pronto tienen algo de mundo que fue, de belleza extinguida, de carta de amor, esas que escribiera Kafka —a mano, de madrugada— y cuyos besos se beben por el camino los fantasmas. Viejas cartas de amor, con caligrafías impecables y rastro de los besos robados que el ordenador nunca es capaz de reproducir ni alimentar. Cartas de amor mías y suyas.
Caligrafía española. El arte de escribir. Biblioteca Nacional de España. Madrid. Hasta el 10 de enero de 2016.
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