Lana del Rey, Glen Hansard y Pina
Tres discos, tres críticas, tres puntuaciones de los nuevos lanzamientos
EL DISCO DE LA SEMANA: Lana del Rey - Honeymoon
Lana del Rey podría haber optado por ser otra estrella pop femenina en esa agotadora carrera por la gloria que exige grandes dotes circenses a las concursantes, pero eligió una estrategia mucho menos obvia. Debutar –bajo su alias actual, ya que anteriormente grabó como Lizzy Grant, su verdadero nombre- con una canción tan impresionante como Video games (2011) le permitió, tras años intentándolo, consolidarse como una intérprete de la que pudiéramos decir algo tan resultón como que “está rodeada por un aura de inquietante misterio”. Acto seguido comenzó a invocar con insistencia una serie de referencias culturales, muchas de ellas a costa de la obra de David Lynch, olvidando que Julee Cruise, la espectral vocalista favorita del director, es así, no tuvo que establecer un plan para serlo. Y así comenzó el periplo de Lana del Rey, la baladista perversa. Su segundo álbum, que se llamaba Ultraviolence (2014) sin que nadie haya conseguido encontrarle un sentido coherente a semejante título, contó con el nombre de Dan Auerbach, de Black Keys en la producción. No era la primera vez que Del Rey llamaba la atención de artistas con prestigio. Ya había cantado en The bravest man in the universe (2012), de Bobby Womack, y Tim Burton contaría con ella para el tema central de Big eyes. Un año más tarde, antes de que haya dado tiempo de asimilar las 14 canciones de Ultraviolence, llegan 14 más bajo el título de Honeymoon.
Artista: Lana del Rey
Disco: Honeymoon
Sello: Polydor / Universal
Calificación: 4 sobre 10
En su tercer álbum oficial, la norteamericana refina sus dotes para cantar composiciones cadenciosas según las cuales, los marginados y los raros heredarán la Tierra, el amor es percibido como una amenaza fatal y la tragedia está siempre a punto de doblar la esquina. Lo hace con arreglos y orquestaciones impecables; tanto que hasta incluso llegas a olvidar la manera sutil que tiene de apropiarse de lo que hacen otros (en Music To Watch Boys To calca la manera de frasear de St Vincent en Digital witness); al fin y al cabo el pop siempre es caníbal. Además, es muy posible que Lana del Rey sea el modelo de estrella pop para una nueva era en la que el pasado solo sirve como despensa de ideas, donde los parámetros que hasta hace poco servían para medir a los músicos pop empiezan a perder validez. Quizá los potenciales admiradores de Honeymoon nunca vieron Blue velvet ni escucharon a The Shangri-Las ni a Cat’s Eyes, y además, no les importe en absoluto.
A lo largo del álbum Lana sigue amortizando la fórmula de Video games sin llegar a superar su propia marca, y por el camino va dejando atmósferas vintage en forma de canción: Honeymoon, Music To Watch Boys To, Freak y, especialmente, High by the beach, que devuelve a su joven autora a la época a la que pertenece. Como intérprete, Lana del Rey resulta más que seductora, pero como concepto artístico, es aburrida. Cuando llega a su meridiano, Honeymoon se convierte en la interpretación forzada de un personaje, una suerte de rutina bien construida pero terriblemente cansina. La ambición por hacerse pasar por lo que no es hace que el álbum naufrague. En su campaña para convencer al mundo de que lo que la empuja a grabar discos no es otra cosa que su alma atormentada, del Rey cabreó a Frances Cobain, hija de Kurt, cuando declaró que el suicidio le parecía glamuroso. Hace unos días declaraba que tuvo que recurrir a la terapia para superar el pánico que le produce la muerte. Quizá sus asesores de imagen deberían añadir A dos metros bajo tierra a su cesta de compra. Rafa Cervera
Glen Hansard - Didn’t He Ramble
Artista: Glen Hansard
Disco: Didn't He Ramble
Sello: ANTI / Pias
Calificación: 8 sobre 10
A Glen Hansard le cambió la vida en 2006 con la película Once (que, argumental y cinematográficamente, bordeaba lo repipi) y, en lo que a nosotros respecta, con Falling Slowly, sencillamente una de las canciones más hermosas y catárticas que ha alumbrado el nuevo siglo. Desde entonces, el pelirrojo irlandés ha recrudecido esa dimensión confesional que siempre le caracterizó, pero que brilla mucho más ahora, como artista en solitario, que en sus años al frente de una banda de rock más convencional, los extraordinarios The Frames.
Didn’t He Ramble llega tres años después del desgarrador Rhythm & Repose y representa, ante todo, un giro hacia el refinamiento y la sutileza. Hansard sigue siendo único a la hora de inmortalizar con música los sentimientos de congoja, esperanza y redención, solo que ahora opta por una expresividad más contenida. No hay apenas arrebatos de vena hinchada, esos crescendos emocionales (recordemos Lies o Say It To Me Now) que se convirtieron en credencial. Pero la sobriedad, a cambio, permite admirar sin tanta rama en el bosque las hechuras de un artesano de la canción como el mundo llevaba años esperando.
Si Glen Hansard encarna la versión actualizada de Van Morrison (y el ascendente vuelve a resultar palmario en Her Mercy), debemos inferir entonces que Didn’t He Ramble equivale a Veedon Fleece (1974), un retorno a las esencias y un disco minusvalorado en su momento. Nuestro barbudo trovador reivindica aquí sus orígenes irlandeses con una nitidez desconocida hasta ahora (McCormack’s Wall), e incluso se permite la audacia de abrir la entrega con una letanía, Grace Beneath the Pines, que recuerda la gravedad de esas baladas lentísimas (airs) de la tradición celta. La auténtica eclosión, dentro de este contexto acústico y cómplice con los ancestros, no se produce hasta Lowly Deserter, un auténtico festín de violines y metales que funciona como una avasalladora marcha callejera. Puede que Hansard nunca haya compuesto una canción tan sencilla (corregimos: el impecable tiempo medio Winning Streak también lo es). Pero puede también que nunca haya sonado tan nítido, rotundo y convincente.
Con el tiempo quizá echemos en falta en Didn’t He Ramble un título inexpugnable, el culmen que en su momento significó Falling Slowly y que hace tres años encontramos con la bellísima Bird of Sorrow. Quizá ese sea el único inconveniente de esta entrega, pero lo palía la inesperada Paying My Way, una preciosidad en el casi desconocido registro grave de Hansard que recuerda, en sus inflexiones melódicas, al Tom Waits sin devastaciones de los primeros años setenta. Glen ha aprendido de los clásicos y seguramente hoy constituya el autor con menos fisuras del circuito internacional. Solo así se puede cerrar un álbum con guitarra y voz (Stay the Road) y que el oyente, en su desnudez, se sienta perfectamente arropado. Fernando Neira
Pina - Transit
Artista: Pina
Disco: Transit
Sello: Lapsus Records
Calificación: 8 sobre 10
Pedro Pina podría vivir perfectamente de las rentas, como muchos otros que se hicieron un nombre en los 90 en la escena de la electrónica patria. Su nombre fue, específicamente, Sloan. Y su mayor proeza fue precisamente no quedarse atrapado ni en ese alias ni en el drum’n’bass, un género que acabaría sonando alarmantemente caduco con el cambio de siglo. Aquí y ahora, Pina no necesita recurrir a recuerdo alguno de los 90 porque, de un tiempo a esta parte, sus discos suenan a vigoroso y vigorizante futuro, a puro siglo XXI. Así ocurrió en sus dos trabajos ya publicados con anterioridad en el sello Lapsus: Onda Corta (2011) y Hum (2013). Y así vuelve a ocurrir en Transit.
El propio título del álbum remite incuestionablemente a una de las caras más seductoras de la música electrónica de los últimos años: el tránsito, el tráfico, el transporte viene a ser uno de los rasgos de identidad más esenciales en la electrónica paisajista, género que planifica la construcción interna de cada canción como un ejercicio de arquitectura musical sobre la que erigir bellos panoramas que el artista planea, volando, a veces flotando, siempre de forma ingrávida y fascinada. Un género que pinta paisajes horizontales y verticales en la imaginación de quien escucha usando la música como brocha impresionista.
Pero no es este el único tránsito en Transit. El hecho de que la primera canción se titule Passeig de Gràcia pondrá a muchos sobre una pista que acabará confirmándose con los títulos de otros cortes como Schiphol. A partir de aquí, el juego de reconocimiento depende de los conocimientos sobre geografía de quien escucha: ¿sabes que el mítico paso de peatones de Shibuya en Tokio se llama Scramble Kousaten? ¿Que Bni Nsar es una ciudad portuaria del Rif a poca distancia de Melilla? ¿Que los barcos Panamax son los que se ajustan a las medidas máximas del Canal de Panamá? ¿Que Baikonur es el cosmódromo situado en Kazajistán desde el que despegan las naves espaciales rusas?
Pina no ha elegido los nombres de las canciones de Transit de forma gratuita: de alguna forma u otra, cada uno de los temas lleva trenzado en su interior el rizoma de la personalidad del lugar al que hace referencia el título. En “Schiphol” suena el techno marcial que ha crecido a la lumbre de los clubs de Ámsterdam. Resulta imposible no escuchar automatismos de robótica nipona en Scramble Kousaten. Panamax se mece al ritmo de olas de agua dulce, mientras que Baikonur y Grupo Compacto de Hickson se dejan bañar por sonoridades cósmicas… La maestría, en este caso, está en que ese ADN resulta casi imperceptible: Pina lo aplica con un minimalismo y una sutilidad que aleja Transit de la world music para acercarlo a la literatura de viajes. No se trata de mostrarte el mundo, sino de que lo imagines y lo reconstruyas dentro de tu cabeza. Raül De Tena
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