El año sabático del guiri feliz
El británico Chris Stewart, cortijero en las Alpujarras desde hace 27 años, exbatería de Genesis, cierra su serie de relatos autobiográficos en la España profunda
Chris Stewart está de año sabático por culpa de los jabalís. El escritor inglés lleva desde 1988 sumergido en una inacabable tarea: convertir “en un paraíso privado” el aislado cortijo que adquirió en Las Alpujarras sin agua ni luz, al otro lado de un río con mucho carácter. Este Brenan contemporáneo, cuyo principal recurso para la supervivencia es el sentido del humor, aprendió a levantar muros de piedra, tender puentes, conseguir agua, producir energía solar, preparar cultivos, relacionarse con animales domésticos y salvajes y convivir con exóticos lugareños. Y aprendió también a narrarlo de una manera divertida. Dos millones de lectores, particularmente británicos, han podido seguir al detalle la artesanal transformación de aquella inhóspita finca en un vergel y la de su dueño, en lo más parecido a un hombre feliz.
Stewart se encontró inesperadamente con el éxito literario en 1999. Sus bucólicas peripecias se publicaron en Gran Bretaña bajo el subtítulo de Un optimista en Andalucía y con el marchamo publicitario de que el autor había sido el primer (y fugaz) batería de Genesis. En España no se tuvo noticias del libro hasta seis años después, cuando se editó Entre Limones. Stewart alentaba un subgénero etnográfico donde el paisanaje está retratado con la misma inocua ironía que se aplica a sí mismo “para no ser tomado excesivamente en serio”.
El escritor emplea su año sabático en solucionar algunos problemas acuciantes. El Valero, la finca que está en el centro de su ecosistema literario, estaba siendo asediada por los jabalís
Stewart entregó hace unos meses el cuarto título de su serie alpujarreña, Los últimos tiempos del Club del Autobús (que acaba de publicar Salamandra), y acto seguido, él y su inseparable compañera de aventura, Ana, decidieron que había que dejar de escribir durante una temporada para solucionar algunos problemas acuciantes. El Valero, la finca que está en el centro de su ecosistema literario, estaba siendo asediada por los jabalís, “esos agentes del caos”, y había que detenerles antes de que acabaran con las fuentes de su autoconsumo. El cortijo produce fruta, verduras, hortalizas, carne de cordero, huevos… y si bien no genera excedente para la venta, al menos reduce la cesta de la compra.
La tradición alpujarreña, que Stewart respeta, determina que, antes de gastar un duro en construir nada, hay que ingeniárselas para utilizar “lo que se encuentra a mano o crece alrededor y colocarlo de manera más o menos ordenada”, explica. Y como alrededor de El Valero hay muchas cañas, Chris dedica su año sabático a hacer un grueso muro antijabalíes con ellas, disponiendolas horizontalmente entre varas de hierro. “Esto les detendrá”, asegura con suficiencia en su plácido castellano.
Stewart ha cumplido 65 años y se declara esquilador jubilado, la única actividad que reconoce hacer con destreza. Antes de tener ingresos como autor de éxito, viajaba dos meses al año a Suecia para “pelar” 200 diarias. “Ganaba mucha pasta y era la única manera de mantenernos. Habíamos intentado vivir vendiendo corderos, pero me timaban”.
Ahora solo esquila para los amigos como Bernardo, el Holandés de los libros, un profesor de Literatura que se hartó de dar clase a los nueve meses y acabó en la Alpujarra en los ochenta reconstruyendo cortijos para alquilarlos. Es una de sus fuentes de inspiración. “Bernardo es un regalo literario, siempre tiene buenas historias que contar”.
Mientras Chris rasura a sus tres ovejas con agilidad y pericia, Bernardo le relata su último sucedido: “Estaba terminando de sacrificar conejos cuando fui al coche a por el último, que se había escondido debajo de los asientos. Cerré la puerta para que no se escapara y entonces me quedé encerrado. No podía abrir, chillaba, nadie me oía... Hasta que encontré un destornillador”.
— “Es una historia tan bonita, que se puede mejorar”, replica Stewart.
— “Mejórala entonces”.
— “Bien, sobre el coche caía un sol de justicia y tú estabas atrapado rodeado de conejos muertos...”.
Los dos se parten de risa. “La verdad es que no soy capaz de inventar historias, pero sí de adornarlas”, dice Stewart mientras recoge la lana que Bernardo no quiere. Es para su huerto de hortalizas. “Mantiene la tierra húmeda, aporta nitrógeno y da textura a la tierra”, explica.
De momento, Stewart no se preocupa por recopilar las anécdotas de Bernardo. “Aquí surgen historias constantemente. Además, el nuevo libro va a ser diferente. Hay que cambiar. Quiero que sea de agricultura, que es algo que me apasiona”.
"El nuevo libro va a ser diferente. Hay que cambiar. Quiero que sea de agricultura, que es algo que me apasiona"
Pero aún queda mucho para ello. Antes de que acabe el año sabático Chris y Ana tienen previsto viajar a China a visitar a su hija Chloé, donde practica sus recién terminados estudios de traducción. Chloé es otro personaje imprescindible de la saga de El Valero. Ha permitido a su padre narrar todo su crecimiento aunque se ha resistido a leer una sola línea.
Para Chris y Ana, que apenas salen de la finca y que pasan días sin ver a ningún ser de dos patas, el viaje a China se presenta como una pesadilla. “Chloé vive en un piso 17º rodeada de rascacielos frente a un neón que cambia constantemente de color”, recrea Ana con pavor. “Sí, creo que estaremos tres o cuatro días en la ciudad y luego iremos a visitar zonas rurales”, media Chris.
"No he vuelto a escuchar a Genesis"
Chris Stewart era uno de los cinco estudiantes de la escuela de élite Charterhouse que formaron en 1967 Genesis, que antes de convertirse en un grupo de referencia del rock progresivo, quiso ser un émulo de los Bee Gees. El primer álbum, From Genesis to Revelation, quedó pues como una anomalía en la discografía del grupo. Stewart solo llegó a participar como batería en una de las canciones del disco, The Silent Sun, antes de que le invitaran a dejar la formación.
Stewart siempre dice que la decisión fue justa, pero nunca más volvió a escuchar al grupo. Eso afirma. “Un poco por mala leche y un poco porque hacían música de pijos. Me enviaron a casa los cedés con la discografía completa pero aún no la he abierto. Quizá algún día…”. El exbatería se ha olvidado de las baquetas pero no de la música. Ahora toca la guitarra con cierta pasión, aunque no presume de ello.
La foto que enseña de la primera formación del grupo es una adquisición reciente. “Me la mandaron hace poco”, dice. En ella están, desde la izquierda, Anthony Phillips, Tony Banks, Mike Rutherford, Peter Gabriel y, enfurruñado, Chris.
Stewart asume su identidad “guiri” —“se puede sacar a un inglés de Inglaterra pero no a Inglaterra de un inglés”—, pero reivindica la contribución de los extranjeros como él a la evolución de la Alpujarra. “Soy parte de un movimiento que beneficia al entorno. Cuando llegamos, esta zona estaba estancada”.
Él llevó la primera máquina eléctrica de esquilar a la zona ante el escepticismo de los ganaderos que pensaban que iba a electrocutar a las ovejas. “Pero lo digo con humildad, porque ellos me han enriquecido infinitamente más a mí”. Y entre estos está uno de sus maestros en las artes rurales, su vecino Matías (el Domingo de sus libros), “el tío con mayor inteligencia natural” que ha conocido. “Otro regalo literario”.
Con Matías ha construido ocho veces el puente sobre el río que separa sus cortijos. “Las siete primeras lo hicimos a la manera local, con lo que se tenga a mano. Aquí dicen: ‘Lo que está en el río, es del río’. Pero tras siete riadas decidimos invertir 1.000 euros en hormigón, cemento y hierro. Y este puente lleva varios años resistiendo las feroces crecidas del río, que arrastra piedras como casitas. Pero es una pena. No hay nada tan gratificante como construir un puente con Domingo”.
Que te guste perder puentes porque ello te da oportunidad de reconstruirlos es la esencia de la filosofía de Stewart, especializado en encontrar el lado bueno de las cosas. “Pero solo consigo ser un optimista a mi escala, no a nivel global. Y por primera vez apaga la sonrisa de su cara para hablar del cambio climático —“que hará inhabitable esta zona en medio siglo”—, las instituciones, la corrupción, la Iglesia, la burocracia, los funcionarios… “En fin, soy un socialista radical, aunque reconozco que el capitalismo me ha dado una vida inigualable”. Y vuelve a sonreír.
La fiebre del oro cortijera
Órgiva, la capital de la Alpujarra granadina, ha perdido un tercio de su población en el último medio siglo por el éxodo rural. Pero gran parte de ese agujero demográfico se ha cubierto con la llegada de extranjeros, que ahora constituyen una cuarta parte de sus 5.906 habitantes. En total, hay foráneos de 53 nacionalidades entre las que destacan, abrumadores, los británicos (el 44%).
Llegaron en varias oleadas, unas alentadas por los movimientos neorrurales de los ochenta y alguna por los libros de Chris Stewart, que provocaron en el año 2000 una suerte de fiebre del oro cortijera en las islas y cierta inflación inmobiliaria en el valle.
"En el último año y medio ha vuelto el interés. Tengo gente de toda Europa dispuesta a gastarse 200.000 euros en un cortijo con terreno y vistas, pero el problema es que ahora hay poca oferta”, lamenta Paul McJury, de Orgiva Properties. Pero el perfil de europeo dispuesto a retirarse en la montaña y vivir de su rentas o pensiones —o de su trabajo artístico—, solo describe a una parte de los 1.517 extranjeros del censo. “Hay que distinguir entre guiris e inmigrantes. Unos vienen a gastar y otros trabajar”, explica José Jesús García Aragón, gerente de la Agencia de Desarrollo Rural de la Alpujarra. Dos mundos que chocan. Los que quieren trabajo buscan los cultivos intensivos que amenazan con inundar de plástico el valle y estropear las vistas que buscan los otros.
Babelia
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